domingo, 10 de mayo de 2009

Ponyo en el acantilado

Hayao Miyazaki, director de, por ejemplo, El viaje de Chihiro, La princesa Mononoke y Mi vecino Totoro, es uno de mis directores favoritos. Lo cual, teniendo en cuenta mi afición por el cine en clave onírica, muy raro no es. Lo que hace grande a Miyazaki es su capacidad de utilizar la animación como pincel para dibujar los recovecos del subconsciente (llamar a Hollywood "Fábrica de sueños" fue un error; el título debería corresponder a Studio Ghibli), como un río de fantasía que se desborda más allá de las barreras de lo físico y hasta de lo narrativo, en lugar de limtarse a una función infantil. Lo cual no quiere decir que excluya a los niños de su público potencial, ya que, dada la amabilidad general de su obra, ésta puede ser disfrutada sin problemas por gente de todas las edades. Aun así, hay un par de películas dentro de su filmografía que, sin ser exclusivamente para niños, sí lo son especialmente. Ponyo en el acantilado, su último sueño, es una de ellas.


En el mar, cerca de un pueblecito de pescadores japonés, vive Fujimoto, un hechicero que renunció a su humanidad y se recluyó en el océano, donde tuvo muchas hijas, peces parlantes con rostro humano. Una de ellas se escapa del hogar, pero queda atrapada en una red. Consigue escapar, aunque con la cabeza atrapada dentro de una botella, y la marea la lleva a una cala, donde Sosuke, de cinco años, la libera y decide cuidarla. Es él quien le da su nuevo nombre: Ponyo. Aunque Fujimoto consigue atrapar a Ponyo, cuando ésta decide que, para estar con Sosuke, quiere convertirse en humana utilizando sus poderes mágicos y la sangre del niño, se abre una brecha entre el mundo de la tierra y el del mar, y la naturaleza cambia. Sólo la total conversión total en humana o su retorno a su estado original podrán detener la desestabilización.

La -sobre todo a partir de cierto punto- frágil trama es, como suele serlo en las películas de Miyazaki, una excusa para un despliegue de imágenes mágicas. Lo que caracteriza a Ponyo en el acantilado, además de su naturaleza pretendidamente infantil, es la sencillez, por así llamarla, de la animación. Los contrastes tonales o el trabajo en las líneas no tiene ni por asomo la complejidad de la mayor parte de sus obras, lo cual la aleja totalmente del (tal vez excesivo en ciertos aspectos) parecido que había entre sus dos últimas películas, El viaje de Chihiro y El castillo errante de Howl.


Esto, claro, no quiere decir que Ponyo esté menos trabajada o sea menos deliciosa para los ojos, sino que simplemente no es tan barroca. Es necesario destacar los fondos, pintados en acuarela, que son una maravilla y encajan perfectamente con la delicadeza y la inocencia del filme. Aun así, y si bien no son constantes, como en Chihiro o Howl, hay escenas en que sí se despliega la imaginería miyazakiana de un modo similar al de las anteriores. Mi momento favorito de la película está entre ellos: la apertura, en que vemos al hechicero guardar luz y colores de criaturas marinas en un frasco, acompañadas las imágenes de una música bellísima.

En la segunda parte de la película, cuando los dos mundos empiezan a fundirse, la trama pierde la mayor parte de su importancia (o se rompe el ritmo narrativo, como prefiráis), y Miyazaki pasa a centrarse en su especialidad, lo onírico, en reflejar esa mezcla entre realidades (y entre eras; por el mar ahora deambulan criaturas extinguidas antes de la existencia de la humanidad) en todo su esplendor. En retrospectiva, por cierto, me parece que esta forma de estructura -es decir, crear una historia, hacerla sólida para después disolverla entre imágenes surreales- es una constante en su obra desde los noventa. En fin.


En Ponyo en el acantilado, el adjetivo "infantil" consigue ir ligado a otro: "preciosa". Los personajes, muy especialmente Sosuke, son encantadores, y hasta el supuesto "malo" inicial se acaba convirtiendo en un ser adorable (otra constante en la filmografía del japonés; creo que la única excepción es la del antagonista de El castillo en el cielo). Así, se nos regalan escenas de una ternura enorme, como la conversación mediante luces de faro entre el niño y su padre, que navega en barco, o los descubrimientos del extraño mundo humano por parte de Ponyo.

La última película de Miyazaki (quien, por cierto, lleva como diez años diciendo cada vez que acaba una obra que es la última que hará... y que siga así, por Dios) es un cuento para niños de esos que tanto disfrutamos los adultos, una demostración de poderío onírico con una simpleza inesperada en una película de este director, además un canto de amor al mar (y a la ecología, de un modo mucho más sutil que en la reiterativa La princesa Mononoke) y a la figura materna. En definitiva, otra muestra más del genio de ese niño-anciano, otra obra maestra, otro sueño plasmado en fotogramas.


Valoración: 8/10.

1 comentario:

Carolina dijo...

me encanto la peli, buenisima la entrada yo tb escribi una