lunes, 12 de enero de 2009

Vacaciones en Roma

Dirección: William Wyler.
Guión: Ian McLellan Hunter, John Dighton.
Reparto: Audrey Hepburn, Gregory Peck, Eddie Albert, Hartley Power, Paolo Carlini, Claudio Ermelli, Harcourt Williams, Margaret Rawlings.


William Wyler es uno de esos directores que me suenan muchísimo, pero de los que no he visto nada. Ni siquiera Ben-Hur... coño, empezaba a la una, entre anuncios y polladas lo raro sería que no me hubiera dormido. En fin. Al menos no lo confundo con Wilder (comento, por cierto, y sin venir a nada en absoluto, que cierto amigo mío atribuye siempre, irremisiblemente, las películas de Roman Polanski a Ron Howard, y viceversa. Lo cual no tiene una justificación gramatical ni fonética de ningún tipo, creo yo). Lo de ver Vacaciones en Roma me vino de dos fuentes (inciso para incluir chiste nefasto: dos fuentes, sin contar la de Trevi. Je, je. Ehm... os doy permiso para apuñalarme.): mi padre y mi novia. Ambos me obligaron a descargarla cuando volví de mis propias vacaciones en Roma (mi padre, de hecho, mostró una cierta decepción cuando le dije que no la había visto aún, y me comentó que debería haberlo hecho antes del viaje). Acaté su voluntad, pero con extrema pereza. Tan extrema era, que la descargué a finales de agosto y la vi anoche.

Es un misterio por qué no lo hice antes. Supongo que se me fueron acumulando otras que me apetecía más ver... pero, en fin, el mayor misterio no es ése, sino que, Dios, ¿qué me pasa? La semana pasada escribí una crítica a un drama; hoy, ¡a una película clásica! Lo cierto es que, aunque no sé tanto de cine clásico como de cine actual (del que tampoco soy experto, pero más que en el clásico, sí, claro), me encanta, pero no siento ese imperativo moral injustificado por ver toda película bien valorada/criticada. Debe ser porque hay tantísimas que verlas todas se me hace una tarea imposible y, en cierto modo, me frustro; esto no me pasa con el cine reciente (habré visto unas noventa de las películas estrenadas en España el pasado 2008), al que puedo ir siguiendo el ritmo con una cierta facilidad. De vez en cuando, eso sí, me digno a ver una de esas películas "obligadas"... y, en el 80% de los casos, las disfruto más que las películas recientes. ¡Oh, cruel y absurda tarea autoimpuesta del crítico no remunerado!

La princesa Ana (Audrey Hepburn) hace un tour por las capitales de la Europa occidental para beneficiar las relaciones comerciales de su -indeterminado- país, soportando con encomiable estoicismo las interminables y agotadoras citas. Sin embargo, tras la llegada a Roma no puede resistir más y, drogada por su médico personal, huye, en principio por unas horas. Su estado la hace caer semiinconsciente en un banco; aquí la encuentra Joe Bradley (Gregory Peck), periodista, quien, sin conocer su identidad, se ve obligado a llevarla a su casa para que la duerma. Al día siguiente, por circunstancias, acaba descubriendo que la chica acostada en su cama es en realidad la tal princesa Ana a la que, curiosamente, esa mañana debía haber entrevistado, aunque esto se canceló debido a una súbita indisposición no concretada de Su Alteza. Así, pacta con su jefe una entrevista privada sobre "los secretos más profundos de la princesa", sin revelarle nada y, con la ayuda de su amigo fotógrafo Irving (Eddie Albert), acompaña a la chica, quien dice ser estudiante y llamarse Anya, a visitar la ciudad.

Hay muchísima magia en Vacaciones en Roma, y soy incapaz de hablar como es debido de toda ella, pero sí resaltaré lo principal. Y, por encima todos los elementos que hacen de esta una obra maravillosa, está ella. Audrey. Uno de los seres más hermosos que la humanidad ha regalado al cine, el hada dueña del rostro que mejor ha sabido expresar la belleza de lo angelical. Tan sólo la he visto, hasta ahora en la igualmente extraordinaria Desayuno con diamantes (donde su papel es aún mejor, por la inocencia compleja de su Holly -que, por cierto, significa "Sagrada", adjetivo perfecto), pero me parece muy probable que su encanto, su gracia, sean los mayores de la historia del cine. He dicho. Aunque, eso sí, para mí la mirada de Lauren Bacall siempre estará por delante de cualquier diosa que haya pisado las tierras del celuloide.


La pareja que forman Audrey y Gregory Peck roza, también, lo perfecto. El contraste entre Anya, inocente, pura, y Joe, tremendamente masculino, dotado de una elegancia despreocupada y en cierto modo paradójicamente ruda (como todos sus papeles... o mejor dicho los pocos que le he visto; creo que sólo lo he visto en tres películas, aparte de esta. Quizás lo que aporte aquí sea la picardía), aunque no es algo innovador, es magistral. Pero la voluntad de Vacaciones en Roma no es innovar, sino presentar algo clásico de la forma más perfecta posible, y eso lo consigue... yo, al menos, no había visto nunca una versión mejor de la historia de amor entre la princesa y el plebeyo. Él, que empieza viéndola como un objeto manipulable con el que ganar dinero fácil, cae inevitablemente presa de su hechizo (¿quién podría no hacerlo?); ella, de su mano, descubre lo que siempre había soñado conocer: la realidad.

Así, acompañamos a la pareja en su día en Roma, y visitamos con ellos lugares míticos: la fontana di Trevi (¿os acordais de mi chiste de antes? Je, je.), el Coliseo, el castillo de Sant'Angelo, el río Tíber... todo ello de un modo homenajístico que refleja fielmente el encanto, clásico y moderno, eterno e inigualable, de la capital italiana, sin llegar al nivel de postal turística de otros filmes. Al fin y al cabo, el director no es Woody Allen. Casi paseando por las calles empedradas, somos testigos de algunas de las secuencias más preciosas de la historia del cine, de entre las que destaca especialmente el momento en que Audrey, repleta de una vitalidad y alegría contagiosas, arrasa con mesas de terraza, cuadros de venta callejera y puestos de fruta armada de una moto que a duras penas sabe mantener sobre dos ruedas.


Los toques cómicos se mantienen durante la mayor parte del metraje, dibujando en el espectador una de esas sonrisas de memo tan agradables. Se trata de un humor blanco, muy conseguido y, como he comentado, contagioso, gracias a la gran química y capacidad del dúo Audrey-Peck de transmitirnos las emociones de los personajes (también cabe mencionar la actuación de Eddie Albert, el fotógrafo y el personaje principal más puramente humorístico). En ningún momento llegamos a sentir desprecio o reproche por la forma en cierto modo cruel de actuar del protagonista, puesto que somos conscientes de que no llegará jamás a actuar verdaderamente en su contra (¿quién podría hacerlo?). Si bien, eso sí, todo está teñido de la amargura de lo bello que no puede durar.

Son innumerables las virtudes de Vacaciones en Roma, y difíciles de encontrar sus defectos. Por tanto, y extrañamente -hoy me siento innovador-, me he centrado exclusivamente en lo bueno. Quizás será porque la película no tiene nada de malo, o porque los puntos negativos que pueda (recalco el "pueda") tener quedan tapados por ese halo de belleza, de fantasía, de sueño, que nos envuelve durante todo el visionado y nos atrapa, atados a los protagonistas, en una trama de cuento de hadas, obviamente modernizada en la forma pero atemporal en todo lo demás, a la que es imposible resistirse, y de la que duele salir. La inevitable separación tras ese día mágico nos desgarra el alma como a los propios protagonistas, pero, como ellos, la aceptamos, resignados, felices de, al menos, haber compartido con ellos esas horas de felicidad suprema.


Valoración: 8,5/10.

miércoles, 7 de enero de 2009

Revolutionary Road

Dirección: Sam Mendes
Guión: Justin Haythe
Reparto: Leonardo DiCaprio, Kate Winslet, David Harbour, Kathy Bates, Kathryn Hahn, Michael Shannon, Dylan Baker, Zoe Kazan


Hace quizás demasiado tiempo que no critico una película "seria" (no, El intercambio no cuenta); durante los últimos meses, me he centrado casi exclusivamente en estrenos de entretenimiento comercial... cosas agradables, divertidas, inocentes en cuanto a pretensiones y, por tanto, por lo general bastante intrascendentes. A pesar, eso sí, de que mi postura hacia el cine es bastante contradictoria: considero que su función principal es la del entretenimiento ligero, pero en cierto modo desprecio este tipo de películas y, aun así, las disfruto mucho. Sin embargo, obviamente prefiero ver una buena película dramática a cualquier basura prefabricada para el gran público. Supongo que el hecho de que no pueda tomar una posición clara es debido a que resulta más complicado entretener que dejar una cicatriz; ¿cuántas películas verdaderamente destacables habéis visto en el cine este año? (Desde aquí, ya de paso, hago un llamamiento a las hordas de hermanos cinéfilos indignados para protestar por la concentración de películas "buenas" la semana previa a la ceremonia de los Oscar.) Y, en lo respectivo a criticar o no, claro está, requiere una entrega mucho mayor escribir sobre algo profundo que sobre un puro acompañamiento para palomitas y -sobre todo- Coca-Cola. Todo este párrafo, por si alguien lo había tomado por una de mis absurdeces iniciales recurrentes, es una forma de excusarme por lo más que probable de mi hundimiento al adentrarme en zonas que se me presentan pantanosas.

Probablemente, aún no habría visto Revolutionary Road si un amigo no la hubiera comparado con cierta situación vital actual propia. Esto me llevó a descargar la película -algo bastante extraño en mí, teniendo en cuenta que aún está por estrenar en España. Oh, yo perdiendo la posibilidad de ver algo bueno en el cine... me decepciono tanto. Hubo, sin embargo, otro desencadenante decisivo en la metamorfosis de mi impaciencia en ilegalidad: Sam Mendes. Mendes dirigió una de las cuatro o cinco películas que conforman mi Olimpo de la perfección fílmica: American Beauty, proeza total que pondría el broche de oro a la historia del cine del siglo XX. Su selecta filmografía la completan Camino a la perdición, una maravillosa reinvención del cine de gángsters en tono de tragedia, y Jarhead, que refleja la nihilidad absurda de lo bélico, pero que al enviar un mensaje de vacío deja al espectador paradójicamente indiferente. Al decidirme a ver Revolution Road no esperaba -Dios me libre- otra American Beauty, pero... coño, que es de Mendes. Si no vale la pena una película de Sam Mendes, yo dejo de ver películas. Bueno, algo así pensaba hace un par de semanas cuando fui a ver El intercambio, pero en fin.

Estamos en los años 50. Frank y April Wheeler (Leonardo DiCaprio y Kate Winslet) llevan siete años de matrimonio y dos hijos a sus espaldas. Viven a las afueras de Connecticut, en Revolutionary Road, una calle preciosa, pero para llegar a la cual hay que pasar por Crawford Road, típica, mediocre. Él tiene un aburrido empleo de oficinista en la misma empresa en la que su padre pasó cuarenta años; ella fracasó hace poco en su sueño de ser actriz. A causa de esto tuvieron una fuerte discusión, y ahora su relación se halla muy deteriorada. April no imaginaba su vida así, y menos la de él: siempre pensó que ambos eran especiales, y le quiere. Sabe que Frank podría ser mucho más de lo que es ahora, que podría seguir buscando su verdadera vocación, como antes de que ella quedara embarazada y se casaran. Así, un día, ignorante de que su marido le ha sido infiel unas horas atrás, le propone algo: ir a vivir a París, donde vivirían del dinero ahorrado, del que les proporcionaran las ventas de la casa y el coche y del que ella ganaría trabajando como secretaria. Frank acepta. Sin embargo, poco a poco las presiones exteriores van haciendo mella en él.


DiCaprio y Winslet, la pareja de la muy mítica (y muy truño) Titanic, se reencuentra. Él, que por aquel entonces era un chaval guapo que interpretativamente tenía la fea costumbre de dar vergüenza ajena, se ha ganado un nombre gracias a ese señor tan simpático que es Scorsese, con el que colaboró en Gangs of New York, Infiltrados y El aviador, por la que el niño guapo fue nominado (por segunda vez; antes fue ¿A quién ama Gilbert Grape?, después Diamante de sangre) al Oscar. Aunque, bueno, ahora de guapo le queda poco, con esa cara que funde la juventud y la madurez de forma casi grotesca. Y, por cierto, también está gordito. Por exigencias del guión, será. Ella, Kate, siempre ha sido muy buena (recordemos Criaturas celestiales, Sentido y sensibilidad, el Hamlet de Kenneth Branagh), pero se ha engrandecido y se ha convertido en una de las actrices más respetadas del panorama cinematográfico internacional, avalada por sus impresionantes trabajos en Olvídate de mí o Juegos secretos. Aún no ha ganado ningún Oscar; espero que este año lo consiga, efímero atisbo de justicia hollywoodiense.

Con sus interpretaciones, ambos convierten a dos personajes ya magníficamente construidos en el guión en dos seres humanos, algo que un número muy limitado de actores consigue verdaderamente. Más Winslet que DiCaprio, claro, pero teniendo en cuenta criterios de capacidad, él sale vencedor del duelo, uno de los mejores en años, me atrevería a decir (ea, ya exagerando). Él nos muestra a un ser debilitado, cuya mente estuvo viva tiempo atrás pero ahora se pudre sin remedio, a un soñador destruido, intoxicado por la influencia nociva del entorno, de una sociedad reprimida y represora. Ahora, no es capaz siquiera de hacer real el sueño del ¿y si?, tan cercano a la realidad que tal vez ni siquiera pueda creérselo. Ella, truncadas sus esperanzas propias, no tiene más destino que el de su enamorado (al fin y al cabo, los hilos de sus destinos probablemente siempre estuvieron unidos), e intenta recordarle lo que podría ser, si quisiera. Pero, ¿qué puede hacer ella contra todo el resto?

Y, entre ellos, dos jueces (la sociedad es algo sobreentendido, un elemento corruptor del que un acto de voluntad lo suficientemente fuerte debería hacer posible liberarse): el espectador, que asiste a este espectáculo de reconstrucción y redestrucción de automoral, y el verdadero, el que actúa, un loco llamado John (impresionante Michael Shannon). John es la única mente libre de prejuicios, cosa que le costó, por desgracia, la libertad de intelecto (olvidó durante su internamiento en el manicomio todo lo que sabía de matemáticas, su vida, tras cuarenta y tantos electroshocks), el único que puede ver a Frank y April desde una perspectiva diferente. Es la irracionalidad sin cadenas, que se opone a la racionalidad adquirida del pobre Frank y a la fantasía blanca de April, que lamentablemente es pisoteada por la sumisión, inesquivable garrote de la feminidad en su contexto social. John aparece dos veces en la vida de los protagonistas: primero, como estandarte de la comprensión en un mundo en que el hecho de que alguien aceptara el sueño como realidad no parecía posible en absoluto; después, como iluminador, como revelador de la verdad profunda, conocida pero esquivada. Como desencadenante de lo inevitable.


Y, de hecho, toda Revolutionary Road se basa en lo inevitable, y es por esto, por la previsibilidad que lo ineludible comporta, que se ve algo lastrada. No en exceso, puesto que el tono de tragedia (griega) que toma desde el mismo inicio justifica, o absuelve, esta incapacidad para sorprender al espectador; sin embargo, me molesta porque se confirma como recurso narrativo ínclito de Mendes. Tanto en American Beauty como en Camino a la perdición (en Jarhead no hay una verdadera trama) desde el principio se dejaba bien claro, mediante el recurso de la voz en off como narrador, cuál era el final. El cómo, se suponía (en Camino a la perdición más, como podría insinuar el propio título), aunque no era totalmente obvio. En Revolutionary Road no está tan claro el qué (atención, por cierto, y lo digo aquí porque no sé dónde hacerlo, a la última escena, la de las reacciones exteriores; decir que es magistral me parece quedarme corto) como el cómo, pero ciertos elementos dan en todo momento demasiadas pistas de lo que va a suceder. Lo cual, repito, no desentona con el tono que baña al filme.

El trabajo de Mendes en la dirección es desacostumbradamente sobrio, minimalista (al menos, para ser esta una película americana). Por desgracia, no hay nada que iguale la falsa perfección de cada imagen de American Beauty, ni las noches desteñidas por lluvias torrenciales tan características de Camino a la perdición, ni las arenas infinitas, moteadas aquí y allá por petróleo y cadáveres incinerados, de Jarhead. La estética retro está muy conseguida, pero en este sentido no llama la atención más de lo habitual en cualquier película ambientada en la época. Tampoco los planos se corresponden con la maestría de las dos primeras películas de Mendes.

Parece que a Mendes le gustan los caminos vitales; si primero fue el camino a la perdición (Road to Perdition, juego de palabras más bien torpe con el nombre de un pueblo), ahora sigue el camino revolucionario, el de los que no se encuentran totalmente acabados. Pero hay demasiadas piedras en el camino revolucionario para que quien lleva demasiado tiempo absorbido por el rebaño consiga no tropezar y, al fin y al cabo, este camino también acaba llevando a la perdición.


Valoración: 8/10.

domingo, 4 de enero de 2009

RocknRolla

Dirección: Guy Ritchie
Guión: Guy Ritchie
Reparto: Tom Wilkinson, Gerald Butler, Mark Strong, Karel Roden, Thandie Newton, Toby Kebbell, Tom Hardy, Idris Elba, Chris Bridges, Jeremy Piven, Jimi Mistry


Tarantino creó a varios cineastas, de entre los cuales destaca Guy Ritchie, director de las fantásticas Lock & Stock y Snatch (aunque también de la, me consta, abominable Barridos por la marea, protagonizada por su ex-esposa, Madonna, y de esa gilipollez anticarismática y pseudoonírica que es Revolver, película que, por cierto, tiene ya tres años pero se estrena este mes en España). Pero la influencia de Ritchie ha sido mayor que la de Tarantino. Su estilo, de ritmo frenético perfecto, tramas estudiadamente entrelazadas y extensos repartos corales, es una gominola y una garantía de entretenimiento. Así, a raíz de Snatch han surgido, con mayor o menor fortuna, Layer Cake, El caso Slevin, Ases calientes, La prueba del crimen o hasta Crank. Hace tiempo que le tenía ganas a la nueva película del londinense, RocknRolla, a pesar de mi escepticismo. Pero sí: Guy Ritchie ha vuelto.

Uno Dos y Murmullos (Gerald Butler e Idris Elba), dos criminales de bajo nivel, intentan llevar a cabo un negocio ilegal inmobiliario con la ayuda de un concejal corrupto (Jimi Mistry), y para ello piden dinero al único que se lo puede proporcionar: el que controla Londres, el mafioso Lenny Cole (Tom Wilkinson). Sin embargo, éste utiliza su poder para timarlos, obligándoles a conseguirle dos millones de libras y presentando el proyecto a Uri (Karel Roden), un multimillonario ruso que empieza a introducirse en Londres. Para Uri trabaja la contable Stella (Thandie Newton), que está aburrida de su trabajo y busca emociones fuertes robando el dinero de su jefe; así, consigue que realicen el trabajo, con la intención de pagar su deuda con Cole, Uno Dos, Murmullos y su amigo Bob el Guapo (Tom Hardy), que va a entrar en la cárcel a causa de un soplón reincidente desconocido. Y, entre todos ellos, un cuadro de la suerte, y un músico supuestamente muerto: Johnny Quid (Toby Kebbell), amante del dinero, las drogas, el sexo y la fama: un RocknRolla.


Me parece difícil que RocknRolla decepcione a quien disfrutó con Lock & Stock y Snatch y, sobre todo, a quien vio además Revolver, que teóricamente también seguía el mismo estilo. No es tan calcada a ninguna de las dos buenas películas de Ritchie como estas lo eran entre sí: RocknRolla es mucho más calmada. Esa es la diferencia principal. Mientras que las otras dos tenían un ritmo de caballo encabritado, anfetamínico, que empezaba incluso antes de la secuencia de créditos inicial, en la nueva de Ritchie apenas si hay acción directa: empieza lenta (o más bien "lenta"; Ritchie es Ritchie), y no es que gane velocidad, porque la película no se hace tan indignantemente corta como aquellas dos, pero acostumbra al espectador a su ritmo, pausado y enormemente disfrutable, sin más violencia física que en un par de escenas, plagado de diálogos ágiles, que a su vez en muchos casos están teñidos de un humor absurdo, divertidísimo e inesperado.

En cualquier caso, y por supuesto, sí hay muchas similitudes con Lock & Stock y Snatch (en especial con la segunda, refinación exitosa de la opera prima); no sólo en la estructura narrativa y el estilo en general que he comentado en el párrafo inicial, sino también por elementos concretos que proporcionan una molesta sensación de dejà vu, que en cine viene a ser falta de originalidad, claro está. Como ejemplo, los rusos inmortales. Lo que ya fuera un aspecto cómico de Snatch (donde también se repetía, aunque allí había dos "inmortales" y uno de ellos no era ruso) también se da aquí -utilizando incluso la misma música para los personajes-, intensificado y alargado hasta el tedio, por desgracia. Pero sí, las tres o cuatro primeras muertes son muy divertidas.


Si, como ya he comentado, el estilo de Ritchie parte del Tarantino de Pulp Fiction, en RocknRolla esto es incluso más descarado. Ritchie se rinde a Tarantino, sustituyendo elementos propios, en especial el ritmo y la violencia continuos, por otros creados por el maestro, como la violencia ambiental, verbal, pero no demasiado física o al menos visible. Ritchie llega al extremo de tomar incluso el método de uso del McGuffin de turno: si en Lock & Stock y Snatch, las escopetas y el diamante, respectivamente, eran objetos conocidos y desencadenantes lógicos de la trama completa, el cuadro de RocknRolla está más directamente relacionado con el maletín de Pulp Fiction: ambos están rodeados por un aura de misterio (mucho más conseguida en el caso original, eso sin duda), no son vistos directamente por el espectador (el maletín lo veíamos cerrado, el cuadro desde detrás) y desencadenan uno de los aspectos de la trama, pero no son el por qué de todo. Aunque sí de mucho, y de la conclusión. Cómo olvidar, además, el momento del baile entre Gerald Butler y Thandie Newton, como el de Pulp Fiction pero, por supuesto, sin el glamour de Travolta y Uma. No hablo de originalidad, porque la idea tampoco es de Tarantino, sino que éste la tomó de Banda aparte. Pero en fin.

En todo momento hay una voluntad, consciente o no, de acercar la película al terreno del videojuego. La influencia de los GTA (y de sus vástagos; me comentan que especialmente The Getaway, situado, como RocknRolla, en Londres) es importante, y queda patente ya desde los créditos iniciales, con unas imágenes que parecen salidas de la famosa saga. La persecución de los rusos inmortales (oh, ¡cuánto jugo tiene esta escena!) es el momento más obvio, no sólo de GTA, sino de cualquier videojuego, y de hecho muchas de las secuencias de diálogo, las de "encargo de misiones", por decirlo siguiendo la tónica del videojuego, encajarían perfectamente en este tipo de juegos. También lo haría el supuesto personaje principal, interpretado por un simpático Gerald Butler (el Leónidas con acento escocés de 300), si la trama se centrara en él.


Por suerte, esto no es así, y es difícil considerar a Uno Dos como el protagonista, porque de hecho aparece en pantalla aproximadamente el mismo tiempo que otros actores cuyos personajes, además, tienen una igual o mayor relevancia argumental: el mafioso ruso de Karel Roden, cuya escena de presentación tiene lugar en el palco de un estadio de fútbol (genial, por obvia, referencia al comprensiblemente odiado por casi todo futbolero Roman Abramóvich); la contable Stella, típica bitch surgida de una concepción machista que ya doy por insalvable en este estilo de cine; Johnny Quid, el ¿RocknRolla?, que como poco resulta desconcertante; un sobrio e irónico Mark Strong en el papel de Archie, narrador y mano derecha del -odio la palabra- malo, el mafioso Lenny Cole, con un Tom Wilkinson decepcionantemente correcto, que bebe ya sobre el guión excesivamente del Nicholson de Infiltrados, pero que no tiene su carisma. Y, de hecho, ninguno de los personajes posee un carisma excesivo, o al menos no tan enorme como los de los protagonistas de Snatch. Echo en falta, por ser esta una película de Ritchie, a sus dos habituales más característicos, Jason Statham y el ex-futbolista Vinnie Jones, aunque lo cierto es que me alegro de que no aparezcan: la sobreexposición reiterativa de Statham me ha obligado a cansarme de él, y Jones... bueno, Jones no tiene puta idea de actuar.

RocknRolla es una película que, como entretenimiento, funciona formidablemente, una traslación al celuloide de la estética y la acción del videojuego criminal reciente, fundida con el típico estilo Ritchie, el Tarantino más personal (es decir: disminución de originalidad) y un humor chocante y bienvenido. No es El Padrino, ni Uno de los nuestros, ni Infiltrados, ni Pulp Fiction, ni Snatch, pero, a pesar y por encima de todo, no es sólo mejor que Revolver: es muy buena.


Valoración: 7/10.