jueves, 24 de septiembre de 2009

Inglourious Basterds

Dirección y guión: Quentin Tarantino.
Reparto: Christoph Waltz, Brad Pitt, Mélanie Laurent, Diane Kruger, Daniel Brühl, Michael Fassbender, Eli Roth, August Diehl, Til Schweiger, Jacky Ido.


Tarantino fue, hasta hace poco, mi director favorito, o al menos lo consideré así durante muchos años. Fue su cine, concretamente esa obra maestra pop que es Pulp Fiction, el motivo de que me conviertera en un cinéfilo (o cinéfago, no lo tengo muy claro). Sin embargo, con el tiempo he ido descubriendo otros directores y otros tipos de cine que me han hecho comprender mejor la razón de ser, las causas, la originalidad, el valor de la filmografía de Tarantino, pero que paradójicamente también han hecho que me llene menos, reemplazándolo en mi... iba a escribir "en mi corazón", pero en fin. Donde sea.

Lo peculiar del cine de Tarantino radica, creo, en que su personalidad, que por otra parte esta marcadísima, tiene mucho de ajena. Sin duda, la importancia del diálogo -en particular del intrascendente- y la estructuración episódica, rota, son dos de los pilares fundamentales de su obra, pero el tercero es el homenaje, la cultura cinéfila. Ejemplo: Reservoir Dogs, su opera prima, es un remake de un thriller asiático (City on Fire, de Ringo Lam); aun así, si la original es relativamente conocida es gracias a Tarantino. ¿Por qué? Porque Reservoir Dogs no sería nada sin el montaje temporal y sin las referencias a Like a Virgin, a los túneles de Charles Bronson o a la femineidad inherente al color rosa.

Pero, sinceramente, no tenía unas ganas especiales de ver Inglourious Basterds. Kill Bill me gusta mucho, pero tiene una especie de relajación, de falta de ganas de crear algo verdaderamente propio. Al fin y al cabo, no deja de ser un homenaje (divertidísimo, muy original y perfecto como tal, eso sí) al wuxia y al spaghetti western. Luego llegó Death Proof, su mitad del fallido experimento de revitalización del Grindhouse, a mi gusto bastante inferior a la inocente Planet Terror de Robert Rodriguez, dada la indiferencia de sus diálogos y su nefasta estructuración temporal, aunque sí es interesante en cuanto a, por así decirlo, autobiográfica. No sabía qué esperar de Inglourious Basterds (me niego, por principios y/o pedancia, a usar la traducción del título), aunque por inercia estaba bastante convencido de que sería otro homenaje, mejor o peor, en este caso al cine bélico. Pero, nuevamente, las críticas me pusieron los dientes largos. Y, en fin... sigan leyendo, si así lo desean.


1941. Hans Landa (Christoph Waltz), coronel de las SS especializado en rastrear judíos, visita una granja del sur de la Francia ocupada. Un escuadrón de asesinos de elite judíos, los Bastardos, liderado por el teniente Aldo Raine (Brad Pitt) es enviado a Europa para masacrar nazis y arrancarles las cabelleras. 1944. Un héroe de guerra alemán (Daniel Brühl), en su intento por conquistar a la joven Shosanna (Mélanie Laurent), consigue que el estreno de la película sobre sus hazañas tenga lugar en el cine que ésta regenta. Los Bastardos se reúnen con el teniente cinéfilo Archie Hicox (Michael Fassbender) y la actriz y doble agente alemana Bridget Von Hammersmack (Diane Kruger) para planear un atentado durante la prémiere. Von Hammersmack tiene una noticia bomba (...lo siento...): el Führer asistirá a la proyección.

Iré por partes (nunca mejor dicho. Je. Je. Dios, dos chistes de mierda en cinco segundos. Cómo me odio.). El título de la parte 1, "Érase una vez... en la Francia ocupada por los nazis" es una referencia obvia a la Once upon a time in the West (aquí, Hasta que llegó su hora, traducción absolutamente literal, por supuesto) de Sergio Leone. Referencia que se confirma a los pocos segundos, cuando una versión morriconizada de Para Elisa envuelve las imágenes, que se nos van entregando a un ritmo de espera tensa leoniano (¿leonesco?), claramente inspirado en el inicio de la propia Once upon a time..., aunque en un espacio de tiempo mucho menor.

Esta primera parte / escena, que dura unos quince minutos, mantiene al espectador sumido en un estado de tensión constante, de un modo que me ha recordado al inicio de Pulp Fiction. Sin embargo, esta escena aventaja a aquella por dos cosas: primero, porque Tarantino ha pulido notablemente la calidad visual de su cine, tanto en lo estético como en la selección de planos (Inglourious Basterds es sin ningún tipo de duda su película mejor rodada; véase el delicioso plano de las pastas con nata. Mmmmm.), y segundo, porque en este caso el personaje que provoca incertidumbre en el espectador es el -por así decirlo- malo. Y qué malo.

Hans Landa, 'el Cazajudíos', interpretado por el austriaco Christoph Waltz, el mejor personaje de la película y, ya puestos, de la filmografía de Tarantino. Un detective nazi de modales educados y sonrisa siniestra, bebedor de leche y fumador de pipa, multilingüe (durante el metraje somos testigos del ágil manejo por parte de Waltz no sólo del alemán sino también del inglés, el francés y el italiano; me parece sorprendente y maravilloso que nuevamente, como ya pasó hace poco con la sobrevalorada Slumdog Millionaire, una película que requiere tantos subtítulos haya triunfado en la taquilla). Su presencia es en todo momento perturbadora, puesto que está en todo momento un paso por delante del resto de personajes y, en ocasiones, hasta del espectador, con lo cual sus acciones se tornan por momentos absolutamente imprevisibles. Un acierto, sin duda.


Pero Landa no es, ni por asomo, el único personaje carismático. En la segunda parte, "Inglourious Basterds" (sigo negándome...), se nos presenta al equipo de Raine, una panda de frikis genial, contrapunto cómico a la seriedad de la trama. El propio Raine, muy bien interpretado por Brad Pitt en una especie de mezcla de sus papeles de Snatch y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, es un gañán sureño (hay quejas generales sobre su pronunciación, pero yo, que soy gran fan del acento del sur de los Estados, considero que lo exagera tanto como requiere el papel) farlopero de ascendencia apache con una mentalidad incomprensible que oscila entre la astucia, el lerdismo y la crueldad más absoluta.

Luego están sus hombres, de entre los que destacan el sargento Donowitz (interpretado por Eli Roth, director de Hostel y colega de Tarantino), 'el Oso Judío', un tarado con los ojos inyectados en sangre famoso por machacar las cabezas de los nazis con un bate de béisbol, y Hugo Stiglitz (Til Schweiger), un alemán que mató a trece oficiales nazis mientras estuvo en su ejército. También anda por ahí el sargento Utivich, interpretado por B. J. Novak con la misma frialdad extrañamente hilarante que transfiere a su personaje en The Office. La mayoría de los Bastardos no están tan desarrollados como el espectador desearía. Esto es una característica común de los secundarios de la película: muchos personajes interesantes sólo quedan insinuados antes de dejar de salir, o únicamente aparecen un momento. Lo cual es hasta cierto punto una jodienda, pero también un indicador de la capacidad de Tarantino para crear personajes atractivos.

Es curioso que sea precisamente esta segunda parte, que da título a la película, la que esté menos conseguida de todas. Contiene escenas impresionantes, pero también elipsis temporales demasiado extensas que, si bien contribuyen a que la película no se haga excesivamente larga (y no se hace, a pesar de sus dos horazas y media), también dejan una sensación de incompleción, de desaprovechamiento. Se nota que lo primero que se le ocurrió a Tarantino del guión fueron los propios Bastardos, pero que a medida que la idea se le iba agrandando los supuestos protagonistas perdieron interés en relación al resto de personajes. En todo caso, si la película se hubiera basado en estos personajes, que es lo que yo pensaba antes de tener una idea más o menos concreta de la trama, habría perdido mucho valor y, entonces sí, se habría quedado en un simple homenaje a Doce del patíbulo o Los violentos de Kelly. Por suerte no es así, y los hombres de Raine se convierten en secundarios de lujo.


La tercera parte, "Noche alemana en París", es la más narrativa. La protagonista en este caso es Shosanna, interpretada con ira contenida por Mélanie Laurent, buena actriz hasta ahora bastante desconocida fuera de Francia (para quien quiera ver más de ella, recomiendo Je vais bien, ne t'en fais pas). No es el personaje más llamativo, pero sin duda es el más coherente y sobrio. También tiene un papel importante Daniel Brühl, actor catalán-alemán conocido por Good Bye, Lenin! y Salvador Puig Antich, cuya sonrisa cándida perpetua cobra en Inglourious Basterds una nueva relevancia gracias a la complejidad de su personaje. Es en esta parte, directamente relacionada con la primera -aunque no voy a decir cómo-, donde se producen más avances en la trama, puesto que las dos anteriores son principalmente presentaciones de personajes.

Después llega el turno de "Operación Kino ("Cine" en ruso)", mi segmento favorito. Aquí, los miembros alemanes de los Bastardos, la espía Von Hammersmack (Diane Kruger, a la que Tarantino dirige de un modo que recuerda a Uma Thurman en su vertiente elegante, y que protagoniza una escena en que el fetichismo de pies tan característico del director se presenta de un modo inusitadamente sutil y elegante) y el crítico de cine metido a teniente (interpretado por Michael Fassbender, que hizo un papelón en la reciente The Hunger) se encuentran en un bar subterráneo para ultimar los detalles del atentado que deben llevar a cabo. Sin embargo, la aparición de soldados nazis, de entre los que destaca el siniestrísimo Hellstrom (August Diehl), complica las cosas. Esta parte es, como la primera, un prodigio de tensión, y también se desarrolla casi exclusivamente en una larga escena casi teatral (diálogo como base, único escenario).


Finalmente está "La venganza del gran rostro". El estreno. Aquí, las tramas y personajes confluyen (¿o quizás no?) de una forma que en cierto modo es, curiosamente, más cercana al estilo del alumno Guy Ritchie que al del propio maestro Tarantino, quien nos regala un tour de force muy bien llevado, aunque sin la calidad brutal de las partes primera y cuarta. Sin embargo, esta última parte es la que verdaderamente eleva a Inglourious Basterds, gracias a su final, una mezcla de broma, ida de olla, reto y muestra de las posibilidades del cine. Y hasta aquí puedo leer, al contrario que muchos críticos subnormales que han destripado el final con sus insinuaciones más que obvias.

Al concluir la idea que se había venido cocinando en su mente durante diez años, dejándose por fin de homenajes y creando una broma que no necesita ritmo para ser bestialmente entretenida y que no tiene miedo de innovar, Tarantino ha renovado mi fe en él, así como, supongo, la de muchos otros, y probablemente incluso se haya metido en el bolsillo a más de un antiguo detractor. Y sólo llevo un visionado pero, como dice Tarantino en la última frase de la película, "Ésta puede ser mi obra maestra".


martes, 25 de agosto de 2009

Anticristo


Lo primero que vi de Lars von Trier fue Dogville. Tendría entonces catorce o quince años, y ese mensaje misántropo sin concesiones envuelto en una puesta en escena teatral me retorció y me conquistó inmediatamente. Hoy día, como casi todas las películas del director danés, Dogville me sigue impactando, pero soy capaz de ver también errores; en este caso, una crítica a la sociedad estadounidense mal enfocada a causa del uso de una estructura social cerrada más propia del norte de Europa, del ambiente de Von Trier. Error presente también en la perturbadora y dolorosísima Bailar en la oscuridad (evolución de la también conocida e inferior, por excesiva, Rompiendo las olas); aun así, estas dos películas son la base de la filmografía del director.

En cualquier caso, la característica principal del cine de Lars von Trier es el absoluto predominio del contenido sobre el contigente. Después de Europa, cronológicamente la primera de sus películas que he visto, dirigió Los idiotas, un interesante experimento brutalmente crítico lastrado por contradicciones propias del manifiesto Dogma (nada de música, nada de luz artificial, nada de decorados, nada de saltos temporales). Así, y a pesar de abandonar el Dogma, el danés había dejado de lado la estética, los géneros y hasta el estilo, pasando a rodar de forma casi documental (Rompiendo las olas, Bailar en la oscuridad) o minimalista (Dogville y su continuación, Manderville).


Saber que su última película, Anticristo, era una incursión en el cine de terror psicológico me asustó pero me resultó igualmente interesante. El cine de Von Trier da miedo, pero no era capaz de imaginarlo dentro del género de terror. Si bien Michael Haneke, el otro misántropo imprescindible del cine actual, dirige casi exclusivamente películas de terror (Funny Games, Caché), sus críticas están enfocadas más a la sociedad que a la humanidad, con lo cual es capaz de dotarlas de profundidad propia. Von Trier se basa en la crítica al ser humano en sí, a su naturaleza, y eso aplicado al cine de terror es sumamente poco original. Me callo, escribo la sinopsis y vuelvo a hablar.

Una mujer (Charlotte Gainsbourg) se halla sumida en una depresión profunda tras la muerte accidental de su hijo de dos años. Su marido (Willem Dafoe), mucho más sereno, es psicólogo, y decide utilizar sus conocimientos para ayudar a su esposa a sobreponerse a la tragedia y a sus miedos. Así, la lleva a una cabaña en el bosque, lugar donde pasó el último verano con el niño.

Anticristo se inicia con un prólogo de un par de minutos que muestra la muerte del pequeño y sus circunstancias. Este segmento está rodado en blanco y negro y resulta muy atractivo, a pesar de que el uso de la cámara lenta y la inclusión de música de Händel lo dotan de una cierta pedantería (lo cual, por otra parte, es inherente a Von Trier) y de un aire innegable de videoclip o anuncio de televisión. No es un prólogo verdaderamente necesario, pero tampoco molesta. Característica, por cierto, aplicable a varios elementos de la película.


A continuación se inicia la primera parte, "Pena", que retrata la depresión de la mujer, encerrada en su casa, y los intentos del marido por comprenderla y conseguir que se sobreponga a su estado. El perturbador contraste entre el sufrimiento de ella y la frialdad perpetua del hombre resulta particularmente interesante. Esta primera parte resulta sorprendente en relación a la filmografía del cineasta y recuerda más bien al Bergman de Secretos de un matrimonio, Gritos y susurros o Sonata de otoño por la escasez de escenarios y los diálogos llenos de dolor y reproches. Sin duda, este fragmento es el mejor de la película.

La segunda parte, "Dolor", es el puente entre la primera y la tercera, y por tanto contiene elementos de ambas; es la única de las tres que evoluciona formalmente. Narra la terapia en el bosque, y visualmente es magnífica, con una atmósfera que es algo así como un perfeccionamiento de Cronenberg (La mosca, Promesas del Este). Hay aquí secuencias oníricas y metafóricas (la cierva con su cría muerta colgándole fuera del cuerpo) perfectas que reflejan principalmente el miedo humano por la naturaleza. Sin embargo, también se introducen los elementos que convierten el que hasta ahora era un drama psicológico genial en algo completamente diferente.


Y así llega la tercera parte, "Desesperación", en que los logros psicológicos que ya se habían empezado a derrumbar al final de la segunda parte se pudren completamente, y con ellos las metáforas y los símbolos, que toman un nuevo cariz, absurdo, penoso. Todo se convierte en una tontería de mensaje comprensible pero difuso y mal expuesto, además de estúpido. Von Trier toma nuevamente elementos de Bergman, en este caso del de las películas más siniestras e irreales (La hora del lobo), así como del terror asiático reciente más físico, ejemplificado, entre otros directores, por Takashi Miike (Audition), y los une a una sobreexposición de pollas y coños que, creo, también pretende ser subversiva, y todo pierde no ya la lógica (el mejor cine es aquél que no se impone el lastre de la lógica) sino incluso el sentido.

Anticristo es una película estéticamente perfecta, gris, febril, con una pareja protagonista valiente y enorme, que erige un drama psicológico de una calidad fuera de lo común pero se derrumbaen una rabieta gore-sexual sin pies ni cabeza con un mensaje más misógino que misántropo (Von Trier estaba deprimido, cosa que se nota, cuando escribió y rodó la película; a mí algo me hace sospechar que se la causó una mujer). Y, lo que es peor, supone una traición a la pureza que ha caracterizado su cine durante diez años y le ha convertido en uno de los cineastas más respetados del panorama actual. En fin.


viernes, 31 de julio de 2009

Up

Dirección: Pete Docter, Bob Peterson.
Guión: Bob Peterson.


Me acuerdo de que, cuando era pequeño, iba ilusionado al cine cada vez que estrenaban una película de la Disney -o la reponían; en esa época no me daba cuenta de la diferencia. La bella y la bestia. La sirenita. El rey león, que ahora me parece siniestramente clasista pero que durante mi infancia fue mi favorita de la compañía. Aladdín, que lo es ahora. La bella durmiente, la primera película que recuerdo haber visto en cine. Un día mis padres me llevaron a ver Toy Story, y yo me maravillé, sin tener ni idea de que no era propiamente de la Disney, sino de los estudios Pixar. A partir de entonces la Disney fue estrenando cosas cada vez más flojas: Pocahontas, El jorobado de Notre Dame, Hércules, Tarzán. Las siguientes ya ni las vi, pero no porque me hubiera hecho mayor, ya que después de esas la Pixar estrenó Bichos, Toy Story 2, Monstruos, S.A., y en esos casos sí pagué la entrada.

El nivel cualitativo, tanto en lo técnico como en el resto de apartados, iría en aumento casi sin excepción. Buscando a Nemo, preciosa, viva y frenética. Los Increíbles, o cómo Nietzsche y Alan Moore se pueden fusionar en una película teóricamente infantil. Cars, la peor de todas, y que aun así supera sin despeinarse a cualquiera de las más recientes de la Disney (y está al nivel de las mejores de la Dreamworks, que plagia a la Pixar mejor o peor pero siempre con simpatía). Ratatouille, una oda a la igualdad que reafirmó el éxito de la compañía en su pretensión de llegar tanto al público adulto como al infantil.

Y entonces, el año pasado, llegó Wall-E. Oh, Wall-E. Si no tengo cojones de decir que es la mejor película de animación de la historia es porque me imagino a Miyazaki mirándome con el ceño fruncido desde un extremo de la habitación. En cualquier caso, Wall-E es una puta maravilla que hace llorar, hace reír, lanza un mensaje ecologista con mucha más soltura y justificación que Al Gore y, ya puestos, homenajea la historia del cine, de Chaplin a Spielberg, pasando por Kubrick y Woody Allen. Para más información (autopublicidad ------>), leer la crítica que escribí el año pasado.


Introducción interminable que conduce a esto: me moría de ganas de ver Up, la última de Pixar, que se ha estrenado hoy, el jueves 30 de julio. Por si fuera poco, la crítica la ha encumbrado incluso en mayor medida que a Wall-E y, en mi mente, la idea de que una película de animación supere a la del robot enamorado era (¿es...?) inconcebible. El único fallo, por así llamarlo, que soy capaz de ver en Wall-E es el hecho de que precisamente ese público infantil al que se supone que se enfocaba la película (o al menos la promoción) no la disfrutó especialmente. Yo a los diez minutos estaba a punto de llorar, pero los críos se aburrían un poco después de media hora de silencio casi absoluto. Por eso hoy, cuando las luces se han apagado y me he puesto las gafas 3D (mi primera vez, por cierto), no he podido evitar que se me acelerara el pulso.

Up cuenta la historia de Carl, un anciano vendedor de globos que, tras perder a su mujer, está a punto de perder también la casa en la que vivieron juntos desde la infancia. Así, para salvarla y, a su vez, cumplir el sueño, también compartido con la esposa desde que eran niños, de irse a vivir a las Cataratas Paraíso, en Sudamérica, concibe un plan: infla todos los globos que ha guardadado durante su vida y hace que la casita se eleve. Junto a él, por accidente, va Russell, un pequeño Boy Scout que pretende ayudarlo con el propósito de conseguir la última insignia que le falta para ascender de rango.

La película empieza contando cómo se conocieron Carl y su mujer, Ellie, y vemos cómo fue su vida juntos mediante una sucesión de escenas en que el único sonido es una maravillosa melodía in descendo de piano. Es increíble la maestría con que los directores, Pete Docter (Monstruos, S.A.) y Bob Peterson (guionista de ésta y de Buscando a Nemo), son capaces de narrar y, más importante, expresar tanto en tan pocos minutos y con tan pocos elementos. Conclusión: a los diez minutos parte de los espectadores, entre ellos, por supuesto, yo, estábamos llorando como si nos hubieran arrancado los pulmones.


Up es tremendamente emotiva, aunque (y aquí empiezan las comparaciones, odiosas, inevitables y demás) no tanto como Wall-E. Y es que el esquema narrativo de ambas películas es similar pero, mientras que en aquella la parte "infantil" duraba casi tanto como la "adulta", aquí lo más emocional tiene lugar durante los primeros veinte minutos previos al fundamental giro de la trama, del que no hablaré demasiado. El principio es lo mejor de la película, a pesar del despliegue de talento visual y humorístico que supone el resto del metraje. Eso sí, en un punto concreto hay otra escena lacrimógena. Muchísimo. Puta Pixar.

Esta preponderancia de lo infantil confiere a Up una reinversión del balance en relación a Wall-E o Los Increíbles, pero desde luego sin llegar a la infantilidad casi completa de Cars, de modo que se acerca más a Buscando a Nemo, una de las películas de Pixar a las que más se parece. Esto es ya cuestión de gustos, pero personalmente me siento más atraído y valoro más las películas más maduras de la compañía (aunque aquí hasta hay sangre...). Aun así, quizá el equilibrio perfecto sea éste, y de todas formas Up tiene virtudes que hacen fácil de perdonar ese no-defecto.

Al igual que pasaba con Wall-E, es complicado hacer una crítica completa de Up sin desvelar aspectos importantes de la historia. Así pues, en referencia a ese giro fundamental del que he hablado antes, comentaré simplemente que, en una crítica que leí, comparaban Up con Verne, Magritte, Miyazaki y Chaplin. Si bien lo de Magritte me parece un modo un tanto arbitrario de referirse al surrealismo colorista e inofensivo y lo de Chaplin es mucho menos obvio que en Wall-E, considero que las comparaciones con Verne y, sobre todo, con Miyazaki son perfectamente acertadas.


Son muchos los elementos comunes con las películas del maestro japonés (director de El viaje de Chihiro, El castillo errante de Howl, Mi vecino Totoro, la muy reciente Ponyo en el acantilado) y de Studio Ghibli, en muchos sentidos: escenarios, situaciones, personajes. De hecho Up se siente, en cierto modo, más japonesa que americana, por la libertad creativa, la originalidad, la falta de miedo al enfocar aspectos y planteamientos completamente oníricos y fantasiosos. Lo cual es elogiable, sobre todo teniendo en cuenta lo estancado que está, por lo general, el cine infantil más allá de Pixar.

Luego, claro, está el mensaje, ineludible en las películas infantiles occidentales (excepto en casos concretos; pienso en Coraline), que Pixar siempre transmite con una gracia y una efectividad muy particulares. En Wall-E se fomentaba la ecología, en Ratatouille se rechazaba el racismo, en Bichos nos decían que la unión hace la fuerza, en Toy Story 2 se nos invitaba al carpe diem. Up cubre bastante terreno, pero lo central es la necesidad de seguir adelante después de una tragedia. Como todos los demás que he mencionado, este mensaje es universal, pero el hecho de que sea también más emocional hace que cale más hondo.

Up es otra obra maestra de las que Pixar se ha acostumbrado a hacer, una película tierna, visualmente deliciosa, equilibrada a pesar de su falta de barreras, terriblemente triste pero aun así divertidísima y esperanzadora. Y, desde luego, imprescindible.


domingo, 7 de junio de 2009

Los mundos de Coraline




Hará cosa de un año, la exposición prolongada a cómics/novelas gráficas (reader's choice) de ese semidiós que es Alan Moore me llevó a descubrir al otro grande del medio: su pupilo Neil Gaiman. Después de devorar la saga de The Sandman (una maravilla sobre el mundo de los sueños, en que el autor supo sin duda aprovechar el ilimitado potencial que le concedía su idea) compré un libro escrito por él. Lo único que sabía de él, que era un cuento infantil oscuro, me llamaba la atención. Lo leí de un tirón esa misma tarde, y me gustó mucho; a pesar de ser básicamente un homenaje a las Alicias de Carroll en un tono entre siniestro, cómico y ambiguo, la personalidad que imprimió Gaiman a su obra la hace brillar con luz propia. Por supuesto, el cuento era Coraline.

Coraline (aunque todo el mundo se empeñe en llamarla "Caroline") y sus padres acaban de mudarse a un apartamento en el campo. Mientras ellos, escritores ambos, trabajan durante todo el día, la niña ocupa su tiempo, básicamente, en aburrirse. Una tarde, para que lo deje en paz un rato, su padre le propone un -si se le puede llamar así- juego: contar todas las ventanas y puertas de la casa. Así, Coraline descubre una pequeña puerta cubierta con papel pintado; tras abrirla ve, desilusionada, que sólo da a una pared tapiada. Sin embargo, esa noche, la niña sueña (o no, quién sabe) que la puerta da verdaderamente a una realidad alternativa y perfecta: sus "otros" padres le hacen caso y le preparan comida que le gusta; los vecinos son verdaderos artistas en vez de viejos seniles y, por si fuera poco, no la llaman "Caroline". ¿La pega? Que, según un gato parlante, no todo es tan maravilloso como parece. Bueno... eso, y que todos llevan botones cosidos a los ojos.


Que una película consiga atrapar al espectador desde el principio es complicado, pero lo sería aún más que la fantástica apertura de Coraline no lo lograra. Hipnotizados por la perfección del uso de la animación en stop motion, contemplamos cómo una mano metálica cose botones como ojos en la cara una muñeca. Esta sensación extática no sólo se mantiene, sino que se incrementa en la siguiente escena, cuando se nos introduce a Coraline (preciosa niña tridimensional) y a su nuevo entorno, un mundo que a la protagonista le parece monótono y tedioso, pero que el espectador observa maravillado. Y, por supuesto, si el "mundo real" es una delicia, imaginad cómo es el "mundo ideal".

Lleno de color y movimiento, y envuelto por una música viva y llamativa que termina de perfeccionar el conjunto, el "otro mundo" nos atrapa y nos fascina tanto como a la propia Coraline. Si bien todos los entornos y diseños de personajes están muy conseguidos, el poderío de esta realidad alternativa llega a su clímax durante los números musicales -a excepción tal vez del momento en que el "otro padre" es, por así decirlo, tocado por su piano; sin embargo, a pesar de no estar al nivel del resto, no deja de ser agradable. Así, Selick y su equipo nos obsequian con un circo de ratones y una representación operísticoacrobática protagonizada por dos ancianas... una de las cuales, por cierto, está dotada de un busto gelatinoso poco típico de una película teóricamente infantil. A destacar, también, el jardín viviente en que trabaja el "otro padre".


Y, sin embargo, la estancia de Coraline en el mundo ideal no es lo mejor de la película. Es en el punto en que el sueño se transforma en pesadilla cuando Selick despliega todo su talento, pasando de una estética cercana a la de su James y el melocotón gigante a una mucho más similar a su obra cumbre: Pesadilla antes de Navidad (que por algo lleva quince años siendo mi película favorita). Si bien durante una parte de este segmento de Coraline el ritmo narrativo me pareció excesivamente rápido, el alargamiento de la duración con respecto al libro de otra parte de los eventos oscuros acaba compensando esta sensación. En cualquier caso, como digo, la corrupción desmitificadora del mundo de ensueño y sus habitantes, convertidos en monstruos repugnantes, es lo mejor de la película, y trae consigo imágenes tan brutales como la telaraña en que se ve atrapada la niña.

Los elementos en común con Pesadilla antes de Navidad son ya notables en la obra original (las bolas de nieve de cristal, las puertas a otros mundos, el propio tono entre siniestro, infantil y cómico), pero por supuesto se ven incrementados a causa de la participación de Selick. Más que molestar o desacreditar su nueva película, considero que estos dejà vus verdaderamente dan más valor a Selick como autor. Me explico. Si bien Pesadilla antes de Navidad está considerada (o casi, o debería al menos) como una obra maestra, por lo general el hecho de que la historia fuera concebida por Tim Burton lleva automáticamente a considerarlo el verdadero creador (poca gente conozco que no crea que fuera él quien la dirigió); ahora bien, con el estreno de Coraline podemos darnos cuenta de que el hecho de que únicamente Selick fuera acreditado como director de la película no es algo meramente anecdótico.


En cuanto a referencias o parecidos, ya he comentado que el cuento de Gaiman tiene no poco de homenaje a Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, muy particularmente a esta segunda obra. La realidad paralela-simétrica, el hecho de que la protagonista sea una niña, la aparición del gato consejero, la ambigüedad entre lo onírico y lo puramente imaginativo... los puntos en común son infinitos (nah, infinitos no, pero queda mejor eso que decir que no me apetece ponerme a pensar hasta sacarlos todos). Sin embargo, Selick consigue arrancar a Coraline del atasco homenajístico en que metió Gaiman a su obra gracias a su inventiva visual y a la genial banda sonora. Además, los cambios en la traslación (Selick también se ocupó del guión), como la inclusión del vecinito raro, son absolutamente bienvenidos.

Coraline es una de esas películas infantiles que, gracias a su multiplicidad de lecturas, en realidad no lo son tanto. Una clasificación en la que se encuentran muchas obras olvidadas o ignoradas (¿alguien ha visto MirrorMask, escrita por el propio Gaiman?) cuyo estandarte, obviamente, es Pesadilla antes de Navidad, que se convirtió en la película favorita de los niños raros (no sólo de los góticos, por Dios) de toda una generación. Preveo, y espero, que pase lo mismo con Coraline, porque desde luego tiene lo que necesita para ello, y porque el buen cine -y Coraline es una verdadera muestra de buen cine- es uno de los motivos de que muchos no nos arrepintamos de no habernos cosido botones en los ojos. ¿O es el cine los botones...?


domingo, 10 de mayo de 2009

Ponyo en el acantilado

Hayao Miyazaki, director de, por ejemplo, El viaje de Chihiro, La princesa Mononoke y Mi vecino Totoro, es uno de mis directores favoritos. Lo cual, teniendo en cuenta mi afición por el cine en clave onírica, muy raro no es. Lo que hace grande a Miyazaki es su capacidad de utilizar la animación como pincel para dibujar los recovecos del subconsciente (llamar a Hollywood "Fábrica de sueños" fue un error; el título debería corresponder a Studio Ghibli), como un río de fantasía que se desborda más allá de las barreras de lo físico y hasta de lo narrativo, en lugar de limtarse a una función infantil. Lo cual no quiere decir que excluya a los niños de su público potencial, ya que, dada la amabilidad general de su obra, ésta puede ser disfrutada sin problemas por gente de todas las edades. Aun así, hay un par de películas dentro de su filmografía que, sin ser exclusivamente para niños, sí lo son especialmente. Ponyo en el acantilado, su último sueño, es una de ellas.


En el mar, cerca de un pueblecito de pescadores japonés, vive Fujimoto, un hechicero que renunció a su humanidad y se recluyó en el océano, donde tuvo muchas hijas, peces parlantes con rostro humano. Una de ellas se escapa del hogar, pero queda atrapada en una red. Consigue escapar, aunque con la cabeza atrapada dentro de una botella, y la marea la lleva a una cala, donde Sosuke, de cinco años, la libera y decide cuidarla. Es él quien le da su nuevo nombre: Ponyo. Aunque Fujimoto consigue atrapar a Ponyo, cuando ésta decide que, para estar con Sosuke, quiere convertirse en humana utilizando sus poderes mágicos y la sangre del niño, se abre una brecha entre el mundo de la tierra y el del mar, y la naturaleza cambia. Sólo la total conversión total en humana o su retorno a su estado original podrán detener la desestabilización.

La -sobre todo a partir de cierto punto- frágil trama es, como suele serlo en las películas de Miyazaki, una excusa para un despliegue de imágenes mágicas. Lo que caracteriza a Ponyo en el acantilado, además de su naturaleza pretendidamente infantil, es la sencillez, por así llamarla, de la animación. Los contrastes tonales o el trabajo en las líneas no tiene ni por asomo la complejidad de la mayor parte de sus obras, lo cual la aleja totalmente del (tal vez excesivo en ciertos aspectos) parecido que había entre sus dos últimas películas, El viaje de Chihiro y El castillo errante de Howl.


Esto, claro, no quiere decir que Ponyo esté menos trabajada o sea menos deliciosa para los ojos, sino que simplemente no es tan barroca. Es necesario destacar los fondos, pintados en acuarela, que son una maravilla y encajan perfectamente con la delicadeza y la inocencia del filme. Aun así, y si bien no son constantes, como en Chihiro o Howl, hay escenas en que sí se despliega la imaginería miyazakiana de un modo similar al de las anteriores. Mi momento favorito de la película está entre ellos: la apertura, en que vemos al hechicero guardar luz y colores de criaturas marinas en un frasco, acompañadas las imágenes de una música bellísima.

En la segunda parte de la película, cuando los dos mundos empiezan a fundirse, la trama pierde la mayor parte de su importancia (o se rompe el ritmo narrativo, como prefiráis), y Miyazaki pasa a centrarse en su especialidad, lo onírico, en reflejar esa mezcla entre realidades (y entre eras; por el mar ahora deambulan criaturas extinguidas antes de la existencia de la humanidad) en todo su esplendor. En retrospectiva, por cierto, me parece que esta forma de estructura -es decir, crear una historia, hacerla sólida para después disolverla entre imágenes surreales- es una constante en su obra desde los noventa. En fin.


En Ponyo en el acantilado, el adjetivo "infantil" consigue ir ligado a otro: "preciosa". Los personajes, muy especialmente Sosuke, son encantadores, y hasta el supuesto "malo" inicial se acaba convirtiendo en un ser adorable (otra constante en la filmografía del japonés; creo que la única excepción es la del antagonista de El castillo en el cielo). Así, se nos regalan escenas de una ternura enorme, como la conversación mediante luces de faro entre el niño y su padre, que navega en barco, o los descubrimientos del extraño mundo humano por parte de Ponyo.

La última película de Miyazaki (quien, por cierto, lleva como diez años diciendo cada vez que acaba una obra que es la última que hará... y que siga así, por Dios) es un cuento para niños de esos que tanto disfrutamos los adultos, una demostración de poderío onírico con una simpleza inesperada en una película de este director, además un canto de amor al mar (y a la ecología, de un modo mucho más sutil que en la reiterativa La princesa Mononoke) y a la figura materna. En definitiva, otra muestra más del genio de ese niño-anciano, otra obra maestra, otro sueño plasmado en fotogramas.


Valoración: 8/10.

jueves, 16 de abril de 2009

Otesánek (Pequeño Otik)

Dirección: Jan Svankmajer.
Guión: Jan Svankmajer (cuento de Karel Jaromír Erben).
Reparto: Jan Hartl, Veronika Zilková, Kristina Adamcová, Jaroslava Kretschmerová, Pavel Nový, Dagmar Stríbrná, Zdenek Kozák.


Cuando me salgo del mainstream -cosa que hago a menudo, aunque no se refleje en mi producción de críticas- encuentro joyas en una proporción mucho mayor a lo habitual. A Svankmajer, checo, le colgué hace tiempo, un año ya tal vez (Dios, puto tiempo), la etiqueta de "Tengo que ver más cosas de"; en su caso, fue debido a una de las películas más particulares que he visto en mi vida: Alice, versión realizada mediante animación en stop-motion, perturbadora, antiinfantil, agónica, de la maravillosa y famosísima Alicia de Carroll. Poco después me introduje en sus cortometrajes, que me gustaron tanto o más. Sin embargo, hasta la semana pasada no volví a ver nada de él. En esta ocasión fue Los conspiradores del placer, grotesco y divertidísimo método de igualar a los seres humanos a través del fetiche secreto, de la perversión inofensiva. Anoche vi otra más: Pequeño Otik. Me crujo el cuello y los nudillos y procedo.

Un cuento tradicional checoslovaco cuenta que una pareja de campesinos no podía tener hijos. Rezaron y rezaron a Dios para que les concediera el don, tan deseado, tan inalcanzable. Un día, el marido desenterró una raíz con una forma extrañamente similar a la de un bebé, que cobró vida mágicamente. Sin embargo, su felicidad se ve truncada: el apetito del bebé-raíz, Otesánek, es insaciable, y no tarda en devorar a sus padres, tras lo cual abandona la casa y empieza a alimentarse de todos los seres vivos, animales, plantas y humanos, que encuentra en su camino...

La película de Svankmajer es una versión actualizada y, por supuesto, personal del cuento. Una mujer, Bozena, está deprimida porque tanto ella como su marido son infértiles. En una salida a su casa en el bosque, el hombre, Karel, encuentra una raíz andromorfa y, sin motivo aparente -tal vez como broma sin gracia-, la talla, perfeccionando su sensación de humanidad, y la muestra a su esposa. Ésta queda convencida en cuanto la ve de que es verdaderamente un bebé, a pesar de todo lo que le dice Karel, y pretende llevarlo a casa. El hombre consigue convencerla de que lo deje allí, diciéndole que irán a visitarlo todos los fines de semana. Sin embargo, al volver al edificio donde residen, Bozena informa a sus vecinos de que está embarazada; nueve meses después, y sin poder haber hecho nada para evitarlo, Karel observa asombrado cómo su mujer amamanta al bebé de madera... y cómo éste succiona por voluntad propia. Poco tarda en quedarse con hambre después de tomarse la leche.


Pequeño Otik es algo así como un cuento de hadas surrealista macabro en clave de comedia, una obra casi tan bizarra como Alice y Los conspiradores del placer, característica potenciada por el trabajo de Svankmajer en la dirección, que deshumaniza a los personajes humanos, no sólo en lo psíquico (véase a esa niña que incluye sin vacilación a sus padres en el sorteo para decidir quién servirá de alimento al nenito) sino, por la inacción o por la antinaturalidad de sus gestos, también en lo físico, mientras que potencia la vitalidad de los objetos (algo obvio aquí en el personaje del bebé-raíz, animado, como en Alice y los cortos, mediante stop-motion). Es éste un rasgo compartido por el resto su filmografía, como demuestra por ejemplo el hecho de que trabaje tanto con muñecos y títeres. Junto al, por así decirlo, traspaso de la vida des lo animado a lo inerte, señalaría como rasgos fundamentales de su obra -aunque en realidad todos están muy estrechamente relacionados- la conversión de lo infantil en macabro y la exposición de los bajos instintos.

Así como en Los conspiradores del placer Svankmajer destapaba las perversiones sexuales de diversos personajes (uno se vestía de gallo y asesinaba a una muñeca, otro construía una máquina para que lo acariciara mientras observaba a la presentadora de las noticias, la propia presentadora metía los pies en un barreño con agua y truchas, que le chupaban los dedos), aquí -si bien la perversión sexual también queda reflejada a través del viejo pedófilo- el pecado potenciado es la gula, ese hambre insaciable del pequeño Otik, también representado en la obsesión del director por rodar a sus personajes mientras comen. Asimismo, durante estos frecuentes planos, dota a los alimentos de una sexualización repulsiva. La gula, supongo, tanto en el cuento como en la película se usa como símbolo de la avaricia, de ese ansia por agarrar las nubes que tienen los padres estériles, aunque aquí el mensaje queda más difuminado, expandido al hambre como representación de la bestialidad del hombre. Y es que eso Svankmajer y sus personajes muertos, viciosos y sobre todo hambrientos, siempre hambrientos, saben mostrarlo mejor que nadie.


Valoración: 8/10.

sábado, 7 de marzo de 2009

Watchmen

Dirección: Zack Snyder.
Guión: David Hayter, Alex Tse (novela gráfica de Alan Moore).
Reparto: Patrick Wilson, Malin Akerman, Billy Crudup, Jackie Earle Haley, Matthew Goode, Jeffrey Dean Morgan, Carla Gugino, Matt Brewer, Robert Wisden.


Watchmen. Hm. Me cuesta empezar, más de lo normal. Comparto la extendida afirmación de que Watchmen es la mejor novela gráfica (de aquí en adelante, "cómic", término impreciso, pero más corto y menos pedante) de la historia; sin embargo, hay que tener en cuenta que no soy un experto en el medio, ni mucho menos. No voy a elogiar -en esta introducción, al menos- la obra de Alan Moore, conocido últimamente por las, en mayor o menor medida, erróneas adaptaciones al cine de tres de sus obras magnas: From Hell, V de Vendetta y La liga de los hombres extraordinarios. Considero comprensible mi grado de acojonamiento al saber que a) se iba a hacer la película y b) el director sería el de 300; bueno, pero en la acción. Y obsesionado con las variaciones entre slow y fast motion. Pero, al final, he quedado bastante contento. Doy paso a sinopsis, crítica y probables divagaciones.

Watchmen se contextualiza en unos años 80 alternativos, con dos divisorias clave en relación a la realidad. La primera de ellas es la aparición, durante los 40, de un grupo de personas que se dedicaban a combatir el crimen disfrazados, por motivos diversos (dinero, fama, justicia, adrenalina, sadomasoquismo); la segunda, el elemento base de la diferenciación de este mundo paralelo: el Dr. Manhattan (Billy Crudup), una especie de superhombre surgido de un fallo científico. El nacimiento de Manhattan, además de dejar obsoletos a los héroes enmascarados (los "Vigilantes", o "Watchmen"), da como resultado algo mucho más importante: el miedo, el miedo de una humanidad que ve cuestionados su existencia, valores y creencias, el miedo de la URSS a unos Estados Unidos que poseen un arma insuperable, temor que da como resultado una guerra nuclear inevitable. O casi. La trama se centra en la investigación de Rorschach (Jackie Earle Haley), único héroe enmascarado que sigue en activo tras la ilegalización de los suyos, sobre la muerte del Comediante (Jeffrey Dean Morgan), antiguo Vigilante que había pasado a trabajar para el gobierno.


La película empieza con la muerte del Comediante. Esto, en el cómic, se resuelve en un par de viñetas, en que le vemos recibiendo un par de golpes y cayendo al vacío a través de un cristal. Poco más. Sin embargo, Snyder se recrea, rodando una pelea estilizada y brutal de tres o cuatro minutos que recuerda a alguna de las de Kill Bill, por ejemplo. Y eso me asusta. Durante la película esto sucederá varias veces más; en el cómic hay un par de luchas, pero son, como el asesinato del Comediante, breves y sucias. Snyder, como era de esperar, añade algunas más, las convierte todas en un (supuesto) espectáculo de artes marciales y las satura de mutilaciones, efectos de sonido y, sobre todo, de esas putas alternancias entre cámara rápida y cámara lenta que tan propias le son y que tanto detesto.

Las peleas fashion à la Snyder minan una de las características básicas del original: la desmitificación del superhéroe. Se conserva la oscuridad de las personalidades (de la que hablaré más adelante), las motivaciones, los hechos, pero no ese realismo físico con el que todos, excepto, claro está, el Dr. Manhattan, contaban. Porque, si bien se describía a algunos de los protagonistas como personas en un estado físico que rozaba la perfección, aquí hay ostias típicamente sobrenaturales. Pero las perdono en la medida de lo posible, porque responden -aparte de a los gustos personales del director-, obviamente, a una finalidad comercial, que hace digerible un producto que, por sus singularidades, de otra forma sólo vendería por la estética. Y gracias.

Tras la escena inicial, el famoso emblema del Comediante, la carita sonriente manchada de sangre, se funde con los títulos de crédito iniciales. A ritmo de The times they are a-changing (tema mencionado en el cómic; la banda sonora, bastante obvia, recoge un par canciones citadas por Moore, así como otras con fines de contextualización temporal), y con una estética retroficticia que plasma el dibujo de Dave Gibbons de un modo impecable y precioso, Snyder se me mete en el bolsillo, condensando perfectamente en unas pocas imágenes (además de añadir un guiño oscuro y divertido sobre la muerte de Kennedy, que me ha encantado y prefiero no revelar) buena parte de lo que Moore narra en los documentos anexos a cada volumen de su obra: la evolución y decadencia de la primera generación de héroes enmascarados, a los que seguirían los protagonistas de la historia.


Los personajes son una de las verdaderas razones de ser de Watchmen. Intentaré no extenderme infinitamente en este sentido, pero me resultará complicado. Hay cinco protagonistas, aparte del Dr. Manhattan, único resto de los Vigilantes. Ozymandias /Adrian Veidt (Matthew Goode, el peor del reparto), un megalómano superdotado que se retiró antes de la ilegalización de los enmascarados y reveló su verdadera identidad para así crear un imperio económico; ahora -en la película, en el cómic no es exactamente así- trabaja juntamente con Manhattan para descubrir una fuente de energía alternativa inagotable. El Búho Nocturno/Dan Dreiberg (Patrick Wilson, bastante soso, pero fiel), el más plano de los héroes, el único que concebía su trabajo siguiendo el patrón típico, infantil, de "hacer el bien", y cuyos sentimientos por su vieja ocupación son una mezcla entre añoranza y desengaño. El Espectro de Seda/Laurie Juspezscyk (Malin Akerman, sobreactuada), a la que su madre, antigua enmascarada, forzó a seguir sus pasos cuando se retiró. Siendo el menos interesante -y el más irritante- de los personajes principales, Laurie es el único vínculo sentimental del Dr. Manhattan con la humanidad. Lo cual importa, y mucho.

La muerte del Comediante/Edward Blake desencadena, por así decirlo, la trama "real". No obstante, Watchmen está construida por medio de flashbacks, sin los cuales ni sería comprensible ni poseería su grandeza. Así, el Comediante se convierte en otro personaje principal (el más secundario de entre estos, eso sí) gracias a los recuerdos del resto de protagonistas. Por medio de ellos descubrimos a uno de los personajes más complejos y atrayentes que ha dado el cómic -lo mejor es que ni siquiera es el más complejo y atrayente de Watchmen-: un héroe enmascarado que es, en realidad, un mercenario amoral, un misántropo y un nihilista, un violador y un sádico, un hombre que "ha visto la verdadera cara del mundo y ha decidido convertirse en una parodia de éste". Magistral.


Y luego está Rorschach. Rorschach, considerado por la mayoría el mejor personaje (no por mí; mi favorito es Manhattan), es algo así como un Batman desquiciado. No por ser rico y utilizar gadgets varios -en ese sentido, Batman está representado en el Búho Nocturno-, sino porque es el resultado de un trauma. O de un trauma tras otro, más bien. El problema de este Rorschach radica en el error de Snyder al reducir su background; no es que suprima una gran cantidad de información, sino que todo lo que nos cuenta Moore sobre el pasado del personaje es fundamental para su comprensión, y Snyder no nos dice nada sobre el acontecimiento exacto que le hizo tomar la decisión de combatir el crimen, aunque sí nos cuenta por qué radicalizó sus métodos. Además, su perfil psicológico se nos revela de un modo apresurado; es éste el único momento de la película en que he tenido esa sensación, lo cual es un punto a favor. Sin duda, me estoy poniendo quisquilloso, pero es que, si el personaje así trasladado ya resulta genial, ese pequeño detalle lo habría pulido. Y, aunque la interpretación de Jackie Earle Haley (al que conozco por Juegos secretos, donde está impresionante) es genial, su doblaje al castellano no le hace justicia en absoluto.

Finalmente, el personaje más importante: Jon Osterman/Dr. Manhattan. Osterman es un físico que adquirió, a causa de un accidente, el control total sobre la materia a nivel subatómico, la capacidad de teleportarse y una visión simultánea de todos los planos temporales; en palabras de uno de los personajes, "Dios existe y es americano". Con todo lo que eso comportaría; como ya he dicho en el apartado de la sinopsis, Manhattan es el por qué de la situación de crisis nuclear inminente. Por mucho que su clarividencia y su poder hayan hecho posibles la aparición de avances tecnológicos inimaginables. Es el personaje que más interesante me resulta, no sólo por el hecho de que abre ese universo alternativo "realista" (puesto que, en cualquier otro cómic, un ser de estas características no cambiaría el mundo de un modo tan oscuro, simplemente se adaptaría a él de un modo totalmente absurdo), sino también por el profundo estudio que se realiza de la extinción de su humanidad y por su posición externa, neutral, pragmática hasta el escalofrío, que da lugar a muchas frases de la contundencia de "Un cuerpo vivo y uno muerto contienen el mismo número de partículas. Estructuralmente no hay diferencia. Vida y muerte son abstracciones no cuantificables".


Hay en Watchmen una riqueza filosófica enorme, representada por los diferentes personajes: el nihilismo en el Comediante, el utilitarismo en Ozymandias, el absolutismo en Rorschach, el determinismo en Manhattan. Todos estos puntos de vista tienen una originalidad extrema dentro de una historia que, en teoría, va de superhéroes. Pero en realidad todo es una excusa para la reflexión sobre aspectos comprometidos y oscuros de temas como pueden ser la justicia, la moral o -y por encima de todo- la naturaleza humana. La profundidad de pensamientos que baña Watchmen hace que no se pueda atribuir a Moore un mensaje concreto: hay un desprecio profundo por la humanidad, pero también un canto a la vida. En cualquier caso, queda un poso de pesimismo incuestionable.

Me es imposible pensar en el Watchmen de Zack Snyder de un modo imparcial: me encanta el cómic, soy conocedor de todo lo que éste contiene, y lo veo reflejado en la película. Pero, ¿puede hacer lo mismo un espectador que no esté condicionado a priori? ¿Es la película verdaderamente tan compleja psicológicamente como el cómic? Y, si lo es, ¿es posible asimilar todo lo que se nos dice con la traslación desde un medio mucho más pausado, adaptable, al cine, en que el espectador no tiene ninguna capacidad de participación, sino que todo queda en manos de directores, guionistas y montadores? Se me escapa.

Como he mencionado antes, Watchmen está construida mediante flashbacks, que tienen tanta importancia -y ocupan el mismo metraje- que la trama principal (la investigación de Rorschach sobre la muerte del Comediante y los sucesos que tienen lugar alrededor). Esto es la causa de una estructura argumental muy particular, en que el ritmo se diluye y no cobra verdadera importancia hasta la recta final, puesto que previamente los acontecimientos son prácticamente una introducción, además de, por descontado, un análisis profundo de los "héroes". Esta forma de contar la historia (o las historias, más bien) no me parece tan adecuada para el cine como para el cómic. En la obra de Moore, la mayor parte de los doce capítulos está centrada casi exclusivamente en un único personaje; aquí, eso se traduce en una sucesión de flashbacks unipersonales, lo cual puede provocar fácilmente tedio en el espectador, si no se mentaliza de que lo que está viendo es un estudio sobre personajes, en que todo forma parte, aunque no todo conduce, a un desenlace brutal.


Es esta conclusión el único punto en que Snyder se atreve a alejarse del original. Mediante una decisión propia, además de acortar sensiblemente un metraje ya de por sí extenso, el director toma la idea clave del desenlace del cómic y la enlaza con una mayor naturalidad al resto de la historia, eliminando el único elemento que chirriaba -mínimamente- en la obra de Moore. Sin embargo, la esencia se mantiene. Cambia, levemente, el medio, no el fin. Y no cabe duda de que acierta.

Watchmen es en sí un debate filosófico de gran calibre, profundo y negro. Eso se mantiene en la película, aunque, como en la novela gráfica, será indispensable más de una exposición a la obra para poder captarla en su total complejidad. Pero es, además, una desmitificación retorcida y dolorosa de la figura del enmascarado, un acercamiento a la credibilidad, en cuanto a cómo sería verdaderamente un superhéroe sin poderes (Rorschach, el Búho, el Comediante...), pero también a cómo afectaría la existencia de un ser sobrenatural (Dr. Manhattan) a la humanidad. Y eso también está conseguido, aunque queda lastrado por los fines puramente comerciales de las (por suerte, no excesivas) peleas, tan propias del resto de películas del género. La fidelidad y el respeto por la obra de Moore son innegables, pero no tanto la adecuación de Watchmen al medio cinematográfico; para apreciarla en toda su grandeza, es necesario leer la novela gráfica. Imprescindible. Por mi parte, espero el montaje del director (cuarenta minutos extra) con ansias erectizantes.


Valoración: 8/10.

sábado, 7 de febrero de 2009

El curioso caso de Benjamin Button

Título original: The Curious Case of Benjamin Button.
Dirección: David Fincher.
Guión: Eric Roth.
Reparto: Brad Pitt, Cate Blanchett, Julia Ormond, Taraji P. Henson, Jared Harris, Tilda Swinton, Jason Flemyng, Mahershalalhashbaz Ali.


(Antes de nada... oh, Dios, ¿habéis visto el nombre de ese último actor? Virgen santa. Parece que se me haya subido el gato al teclado. En fin.)

Ah, Oscars, Oscars. Llevo semanas subsistiendo prácticamente a base de películas nominadas... desde finales de enero he visto Milk, Frost contra Nixon, The Wrestler, La duda, Bolt, Vals con Bashir (impresionante, por cierto; a ver si me digno/atrevo a escribir la crítica), Slumdog Millionaire, The Reader, The Visitor, Happy, Australia, Frozen River, Resistencia, La duquesa y, finalmente, siendo así la única que he esperado a ver en cine, El curioso caso de Benjamin Button, porque, de entre todas las nombradas, es esta la que más me llamó la atención desde un principio. Lo cierto es que no me ha gustado tanto como esperaba, pero aun así es muy buena, y totalmente premiable. Se llevará el Oscar (a no ser que la sobrevalorada Slumdog Millionaire nos de una no-sorpresa). Y, de entre las nominadas, es la que más lo merece.

Daisy (Cate Blanchett), una mujer moribunda, pide a su hija (Julia Ormond) que le lea antes de morir un diario. En él, Benjamin Button (Brad Pitt) narra que nació en circunstancias excepcionales: con rasgos y características físicas propios de un hombre de ochenta años. Tras la muerte de su esposa durante el parto, el padre de Benjamin (Jason Flemyng), horrorizado por el aspecto de su hijo, lo abandona en la puerta de un asilo para ancianos, donde una de las empleadas, Queenie (Taraji P. Henson), lo cuida, haciéndolo pasar, a medida que crece, por uno más de los internos. Con el paso del tiempo, las personas cercanas al "niño" se van dando cuenta de que Benjamin no padece una enfermedad, puesto que su salud no empeora: rejuvenece.

En la forma, El curioso caso de Benjamin Button recoge influencias claras de Big Fish, Forrest Gump y Amélie: es la historia de una vida poco corriente, narrada en el lecho de muerte, teñida de un realismo mágico perfectamente logrado y con una narración que dosifica con maestría el drama, el romance, la acción y la comedia. Por quejarme, diré que algunos de los puntos que me han parecido (a mí exclusivamente) humorísticos no son intencionados. Aclaro. No creo que sea normal reírse de la voz de una moribunda... pero supongo que eso no es culpa de la película, sino de que o el doblaje no es perfecto (ah, cuánto amo las V.O.) o yo soy un ser despreciable. En todo caso -y creo que a esto venía la chorrada previa-, hay muchos momentos cómicos, pero van disminuyendo y perfeccionándose a medida que avanza la trama.


La película está estructurada en un gran número de segmentos de corta duración, en muchos casos autoconclusivos. Así, somos testigos de una amplia gama de sucesos en la vida de Benjamin, algunos de ellos simplemente maravillosos, como el momento en que aprende a andar o su corta relación con la esposa de un espía, interpretada por Tilda Swinton (que el año pasado ganó un Oscar por su papel en Michael Clayton). De todos estos segmentos me quedo precisamente con éste, precioso, particularmente poético y visualmente único (en el conjunto de la obra, que estéticamente es única de por sí, insuperable), de resonancias kar-waianas.

La actuación de Pitt es excelente mientras interpreta a un joven con cuerpo de anciano. Es un gran logro tanto técnico como interpretativo el hecho de que, sin entregar más que la expresión del rostro durante buena parte del metraje, el espectador quede totalmente convencido del verismo del personaje (excepto en algún momento concreto en que se evidencia negativamente la computerización, pero qué cojones). Con el paso del tiempo, la relación entre el cuerpo y la mente de Benjamin se equilibra; en este punto, el trabajo del actor deja de resaltar, y se torna incluso frío.

Ahora que menciono la frialdad, recuerdo que esta sensación no es algo exclusivo del Button de mediana edad. De hecho, llega un punto en que las emociones que me transmite la película se atenúan excesivamente. ¿El problema? El personaje de Daisy, el gran amor del protagonista. Mientras es una niña, resulta adorable, y su relación con Benjamin, fascinante. Sin embargo, cuando pasa a ser interpretada por Cate Blanchett se vuelve un ser repelente, difícil de soportar; no hay química entre el espectador y Blanchett, ni entre Pitt y Blanchett, porque lo cierto es que tampoco parece que la haya entre Benjamin y Daisy. Es un amor que se siente forzado, necesario para la trama, pero que no está bien descrito. Aunque por suerte contiene escenas maravillosas.


Hay, además, una descompensación temporal bastante llamativa. Las elipsis narrativas se vuelven cada vez grandes, y del final de la vida de Button nos llegan apenas destellos, en comparación con el inicio. Si bien considero esto una deficiencia en la construcción del guión, debo reconocer que no me parece mal, por al menos dos motivos: que la película ya dura más de dos horas y media y que los primeros años de Button son mucho más interesantes que el resto (oh, Daisy...).

Echando la vista atrás, veo que he puesto a parir la película. No lo merece. Vale que el guión no está equilibrado, y que el personaje de Blanchett es desagradable, pero hay pocos defectos más; durante su primera hora y media, aproximadamente, El curioso caso de Benjamin Button goza de una cuasiperfección que hace que el resto, simplemente notable, tenga un regusto algo amargo. En el apartado visual, la película es magnífica, enorme, y el trabajo de Fincher es, junto con los de Seven y Zodiac, el mejor de su carrera. La fotografía, el vestuario, el maquillaje, son increíbles, y la banda sonora también.

Y, por supuesto, es inmoral no hacer mención al fondo por insuperable que sea la forma. El curioso caso de Benjamin Button es, al fin y al cabo, una historia maravillosa y, en muchos momentos, hermosamente poética sobre la inevitabilidad del paso del tiempo, el valor de la vida, la búsqueda de sentido, la autoaceptación de la diferencia, o lo que cada uno sepa, pueda o quiera ver. De todos modos, no tiene lógica que diga mucho, dada la elocuencia de imágenes como la del reloj roto que se sumerge.


Valoración: 8/10.

lunes, 12 de enero de 2009

Vacaciones en Roma

Dirección: William Wyler.
Guión: Ian McLellan Hunter, John Dighton.
Reparto: Audrey Hepburn, Gregory Peck, Eddie Albert, Hartley Power, Paolo Carlini, Claudio Ermelli, Harcourt Williams, Margaret Rawlings.


William Wyler es uno de esos directores que me suenan muchísimo, pero de los que no he visto nada. Ni siquiera Ben-Hur... coño, empezaba a la una, entre anuncios y polladas lo raro sería que no me hubiera dormido. En fin. Al menos no lo confundo con Wilder (comento, por cierto, y sin venir a nada en absoluto, que cierto amigo mío atribuye siempre, irremisiblemente, las películas de Roman Polanski a Ron Howard, y viceversa. Lo cual no tiene una justificación gramatical ni fonética de ningún tipo, creo yo). Lo de ver Vacaciones en Roma me vino de dos fuentes (inciso para incluir chiste nefasto: dos fuentes, sin contar la de Trevi. Je, je. Ehm... os doy permiso para apuñalarme.): mi padre y mi novia. Ambos me obligaron a descargarla cuando volví de mis propias vacaciones en Roma (mi padre, de hecho, mostró una cierta decepción cuando le dije que no la había visto aún, y me comentó que debería haberlo hecho antes del viaje). Acaté su voluntad, pero con extrema pereza. Tan extrema era, que la descargué a finales de agosto y la vi anoche.

Es un misterio por qué no lo hice antes. Supongo que se me fueron acumulando otras que me apetecía más ver... pero, en fin, el mayor misterio no es ése, sino que, Dios, ¿qué me pasa? La semana pasada escribí una crítica a un drama; hoy, ¡a una película clásica! Lo cierto es que, aunque no sé tanto de cine clásico como de cine actual (del que tampoco soy experto, pero más que en el clásico, sí, claro), me encanta, pero no siento ese imperativo moral injustificado por ver toda película bien valorada/criticada. Debe ser porque hay tantísimas que verlas todas se me hace una tarea imposible y, en cierto modo, me frustro; esto no me pasa con el cine reciente (habré visto unas noventa de las películas estrenadas en España el pasado 2008), al que puedo ir siguiendo el ritmo con una cierta facilidad. De vez en cuando, eso sí, me digno a ver una de esas películas "obligadas"... y, en el 80% de los casos, las disfruto más que las películas recientes. ¡Oh, cruel y absurda tarea autoimpuesta del crítico no remunerado!

La princesa Ana (Audrey Hepburn) hace un tour por las capitales de la Europa occidental para beneficiar las relaciones comerciales de su -indeterminado- país, soportando con encomiable estoicismo las interminables y agotadoras citas. Sin embargo, tras la llegada a Roma no puede resistir más y, drogada por su médico personal, huye, en principio por unas horas. Su estado la hace caer semiinconsciente en un banco; aquí la encuentra Joe Bradley (Gregory Peck), periodista, quien, sin conocer su identidad, se ve obligado a llevarla a su casa para que la duerma. Al día siguiente, por circunstancias, acaba descubriendo que la chica acostada en su cama es en realidad la tal princesa Ana a la que, curiosamente, esa mañana debía haber entrevistado, aunque esto se canceló debido a una súbita indisposición no concretada de Su Alteza. Así, pacta con su jefe una entrevista privada sobre "los secretos más profundos de la princesa", sin revelarle nada y, con la ayuda de su amigo fotógrafo Irving (Eddie Albert), acompaña a la chica, quien dice ser estudiante y llamarse Anya, a visitar la ciudad.

Hay muchísima magia en Vacaciones en Roma, y soy incapaz de hablar como es debido de toda ella, pero sí resaltaré lo principal. Y, por encima todos los elementos que hacen de esta una obra maravillosa, está ella. Audrey. Uno de los seres más hermosos que la humanidad ha regalado al cine, el hada dueña del rostro que mejor ha sabido expresar la belleza de lo angelical. Tan sólo la he visto, hasta ahora en la igualmente extraordinaria Desayuno con diamantes (donde su papel es aún mejor, por la inocencia compleja de su Holly -que, por cierto, significa "Sagrada", adjetivo perfecto), pero me parece muy probable que su encanto, su gracia, sean los mayores de la historia del cine. He dicho. Aunque, eso sí, para mí la mirada de Lauren Bacall siempre estará por delante de cualquier diosa que haya pisado las tierras del celuloide.


La pareja que forman Audrey y Gregory Peck roza, también, lo perfecto. El contraste entre Anya, inocente, pura, y Joe, tremendamente masculino, dotado de una elegancia despreocupada y en cierto modo paradójicamente ruda (como todos sus papeles... o mejor dicho los pocos que le he visto; creo que sólo lo he visto en tres películas, aparte de esta. Quizás lo que aporte aquí sea la picardía), aunque no es algo innovador, es magistral. Pero la voluntad de Vacaciones en Roma no es innovar, sino presentar algo clásico de la forma más perfecta posible, y eso lo consigue... yo, al menos, no había visto nunca una versión mejor de la historia de amor entre la princesa y el plebeyo. Él, que empieza viéndola como un objeto manipulable con el que ganar dinero fácil, cae inevitablemente presa de su hechizo (¿quién podría no hacerlo?); ella, de su mano, descubre lo que siempre había soñado conocer: la realidad.

Así, acompañamos a la pareja en su día en Roma, y visitamos con ellos lugares míticos: la fontana di Trevi (¿os acordais de mi chiste de antes? Je, je.), el Coliseo, el castillo de Sant'Angelo, el río Tíber... todo ello de un modo homenajístico que refleja fielmente el encanto, clásico y moderno, eterno e inigualable, de la capital italiana, sin llegar al nivel de postal turística de otros filmes. Al fin y al cabo, el director no es Woody Allen. Casi paseando por las calles empedradas, somos testigos de algunas de las secuencias más preciosas de la historia del cine, de entre las que destaca especialmente el momento en que Audrey, repleta de una vitalidad y alegría contagiosas, arrasa con mesas de terraza, cuadros de venta callejera y puestos de fruta armada de una moto que a duras penas sabe mantener sobre dos ruedas.


Los toques cómicos se mantienen durante la mayor parte del metraje, dibujando en el espectador una de esas sonrisas de memo tan agradables. Se trata de un humor blanco, muy conseguido y, como he comentado, contagioso, gracias a la gran química y capacidad del dúo Audrey-Peck de transmitirnos las emociones de los personajes (también cabe mencionar la actuación de Eddie Albert, el fotógrafo y el personaje principal más puramente humorístico). En ningún momento llegamos a sentir desprecio o reproche por la forma en cierto modo cruel de actuar del protagonista, puesto que somos conscientes de que no llegará jamás a actuar verdaderamente en su contra (¿quién podría hacerlo?). Si bien, eso sí, todo está teñido de la amargura de lo bello que no puede durar.

Son innumerables las virtudes de Vacaciones en Roma, y difíciles de encontrar sus defectos. Por tanto, y extrañamente -hoy me siento innovador-, me he centrado exclusivamente en lo bueno. Quizás será porque la película no tiene nada de malo, o porque los puntos negativos que pueda (recalco el "pueda") tener quedan tapados por ese halo de belleza, de fantasía, de sueño, que nos envuelve durante todo el visionado y nos atrapa, atados a los protagonistas, en una trama de cuento de hadas, obviamente modernizada en la forma pero atemporal en todo lo demás, a la que es imposible resistirse, y de la que duele salir. La inevitable separación tras ese día mágico nos desgarra el alma como a los propios protagonistas, pero, como ellos, la aceptamos, resignados, felices de, al menos, haber compartido con ellos esas horas de felicidad suprema.


Valoración: 8,5/10.

miércoles, 7 de enero de 2009

Revolutionary Road

Dirección: Sam Mendes
Guión: Justin Haythe
Reparto: Leonardo DiCaprio, Kate Winslet, David Harbour, Kathy Bates, Kathryn Hahn, Michael Shannon, Dylan Baker, Zoe Kazan


Hace quizás demasiado tiempo que no critico una película "seria" (no, El intercambio no cuenta); durante los últimos meses, me he centrado casi exclusivamente en estrenos de entretenimiento comercial... cosas agradables, divertidas, inocentes en cuanto a pretensiones y, por tanto, por lo general bastante intrascendentes. A pesar, eso sí, de que mi postura hacia el cine es bastante contradictoria: considero que su función principal es la del entretenimiento ligero, pero en cierto modo desprecio este tipo de películas y, aun así, las disfruto mucho. Sin embargo, obviamente prefiero ver una buena película dramática a cualquier basura prefabricada para el gran público. Supongo que el hecho de que no pueda tomar una posición clara es debido a que resulta más complicado entretener que dejar una cicatriz; ¿cuántas películas verdaderamente destacables habéis visto en el cine este año? (Desde aquí, ya de paso, hago un llamamiento a las hordas de hermanos cinéfilos indignados para protestar por la concentración de películas "buenas" la semana previa a la ceremonia de los Oscar.) Y, en lo respectivo a criticar o no, claro está, requiere una entrega mucho mayor escribir sobre algo profundo que sobre un puro acompañamiento para palomitas y -sobre todo- Coca-Cola. Todo este párrafo, por si alguien lo había tomado por una de mis absurdeces iniciales recurrentes, es una forma de excusarme por lo más que probable de mi hundimiento al adentrarme en zonas que se me presentan pantanosas.

Probablemente, aún no habría visto Revolutionary Road si un amigo no la hubiera comparado con cierta situación vital actual propia. Esto me llevó a descargar la película -algo bastante extraño en mí, teniendo en cuenta que aún está por estrenar en España. Oh, yo perdiendo la posibilidad de ver algo bueno en el cine... me decepciono tanto. Hubo, sin embargo, otro desencadenante decisivo en la metamorfosis de mi impaciencia en ilegalidad: Sam Mendes. Mendes dirigió una de las cuatro o cinco películas que conforman mi Olimpo de la perfección fílmica: American Beauty, proeza total que pondría el broche de oro a la historia del cine del siglo XX. Su selecta filmografía la completan Camino a la perdición, una maravillosa reinvención del cine de gángsters en tono de tragedia, y Jarhead, que refleja la nihilidad absurda de lo bélico, pero que al enviar un mensaje de vacío deja al espectador paradójicamente indiferente. Al decidirme a ver Revolution Road no esperaba -Dios me libre- otra American Beauty, pero... coño, que es de Mendes. Si no vale la pena una película de Sam Mendes, yo dejo de ver películas. Bueno, algo así pensaba hace un par de semanas cuando fui a ver El intercambio, pero en fin.

Estamos en los años 50. Frank y April Wheeler (Leonardo DiCaprio y Kate Winslet) llevan siete años de matrimonio y dos hijos a sus espaldas. Viven a las afueras de Connecticut, en Revolutionary Road, una calle preciosa, pero para llegar a la cual hay que pasar por Crawford Road, típica, mediocre. Él tiene un aburrido empleo de oficinista en la misma empresa en la que su padre pasó cuarenta años; ella fracasó hace poco en su sueño de ser actriz. A causa de esto tuvieron una fuerte discusión, y ahora su relación se halla muy deteriorada. April no imaginaba su vida así, y menos la de él: siempre pensó que ambos eran especiales, y le quiere. Sabe que Frank podría ser mucho más de lo que es ahora, que podría seguir buscando su verdadera vocación, como antes de que ella quedara embarazada y se casaran. Así, un día, ignorante de que su marido le ha sido infiel unas horas atrás, le propone algo: ir a vivir a París, donde vivirían del dinero ahorrado, del que les proporcionaran las ventas de la casa y el coche y del que ella ganaría trabajando como secretaria. Frank acepta. Sin embargo, poco a poco las presiones exteriores van haciendo mella en él.


DiCaprio y Winslet, la pareja de la muy mítica (y muy truño) Titanic, se reencuentra. Él, que por aquel entonces era un chaval guapo que interpretativamente tenía la fea costumbre de dar vergüenza ajena, se ha ganado un nombre gracias a ese señor tan simpático que es Scorsese, con el que colaboró en Gangs of New York, Infiltrados y El aviador, por la que el niño guapo fue nominado (por segunda vez; antes fue ¿A quién ama Gilbert Grape?, después Diamante de sangre) al Oscar. Aunque, bueno, ahora de guapo le queda poco, con esa cara que funde la juventud y la madurez de forma casi grotesca. Y, por cierto, también está gordito. Por exigencias del guión, será. Ella, Kate, siempre ha sido muy buena (recordemos Criaturas celestiales, Sentido y sensibilidad, el Hamlet de Kenneth Branagh), pero se ha engrandecido y se ha convertido en una de las actrices más respetadas del panorama cinematográfico internacional, avalada por sus impresionantes trabajos en Olvídate de mí o Juegos secretos. Aún no ha ganado ningún Oscar; espero que este año lo consiga, efímero atisbo de justicia hollywoodiense.

Con sus interpretaciones, ambos convierten a dos personajes ya magníficamente construidos en el guión en dos seres humanos, algo que un número muy limitado de actores consigue verdaderamente. Más Winslet que DiCaprio, claro, pero teniendo en cuenta criterios de capacidad, él sale vencedor del duelo, uno de los mejores en años, me atrevería a decir (ea, ya exagerando). Él nos muestra a un ser debilitado, cuya mente estuvo viva tiempo atrás pero ahora se pudre sin remedio, a un soñador destruido, intoxicado por la influencia nociva del entorno, de una sociedad reprimida y represora. Ahora, no es capaz siquiera de hacer real el sueño del ¿y si?, tan cercano a la realidad que tal vez ni siquiera pueda creérselo. Ella, truncadas sus esperanzas propias, no tiene más destino que el de su enamorado (al fin y al cabo, los hilos de sus destinos probablemente siempre estuvieron unidos), e intenta recordarle lo que podría ser, si quisiera. Pero, ¿qué puede hacer ella contra todo el resto?

Y, entre ellos, dos jueces (la sociedad es algo sobreentendido, un elemento corruptor del que un acto de voluntad lo suficientemente fuerte debería hacer posible liberarse): el espectador, que asiste a este espectáculo de reconstrucción y redestrucción de automoral, y el verdadero, el que actúa, un loco llamado John (impresionante Michael Shannon). John es la única mente libre de prejuicios, cosa que le costó, por desgracia, la libertad de intelecto (olvidó durante su internamiento en el manicomio todo lo que sabía de matemáticas, su vida, tras cuarenta y tantos electroshocks), el único que puede ver a Frank y April desde una perspectiva diferente. Es la irracionalidad sin cadenas, que se opone a la racionalidad adquirida del pobre Frank y a la fantasía blanca de April, que lamentablemente es pisoteada por la sumisión, inesquivable garrote de la feminidad en su contexto social. John aparece dos veces en la vida de los protagonistas: primero, como estandarte de la comprensión en un mundo en que el hecho de que alguien aceptara el sueño como realidad no parecía posible en absoluto; después, como iluminador, como revelador de la verdad profunda, conocida pero esquivada. Como desencadenante de lo inevitable.


Y, de hecho, toda Revolutionary Road se basa en lo inevitable, y es por esto, por la previsibilidad que lo ineludible comporta, que se ve algo lastrada. No en exceso, puesto que el tono de tragedia (griega) que toma desde el mismo inicio justifica, o absuelve, esta incapacidad para sorprender al espectador; sin embargo, me molesta porque se confirma como recurso narrativo ínclito de Mendes. Tanto en American Beauty como en Camino a la perdición (en Jarhead no hay una verdadera trama) desde el principio se dejaba bien claro, mediante el recurso de la voz en off como narrador, cuál era el final. El cómo, se suponía (en Camino a la perdición más, como podría insinuar el propio título), aunque no era totalmente obvio. En Revolutionary Road no está tan claro el qué (atención, por cierto, y lo digo aquí porque no sé dónde hacerlo, a la última escena, la de las reacciones exteriores; decir que es magistral me parece quedarme corto) como el cómo, pero ciertos elementos dan en todo momento demasiadas pistas de lo que va a suceder. Lo cual, repito, no desentona con el tono que baña al filme.

El trabajo de Mendes en la dirección es desacostumbradamente sobrio, minimalista (al menos, para ser esta una película americana). Por desgracia, no hay nada que iguale la falsa perfección de cada imagen de American Beauty, ni las noches desteñidas por lluvias torrenciales tan características de Camino a la perdición, ni las arenas infinitas, moteadas aquí y allá por petróleo y cadáveres incinerados, de Jarhead. La estética retro está muy conseguida, pero en este sentido no llama la atención más de lo habitual en cualquier película ambientada en la época. Tampoco los planos se corresponden con la maestría de las dos primeras películas de Mendes.

Parece que a Mendes le gustan los caminos vitales; si primero fue el camino a la perdición (Road to Perdition, juego de palabras más bien torpe con el nombre de un pueblo), ahora sigue el camino revolucionario, el de los que no se encuentran totalmente acabados. Pero hay demasiadas piedras en el camino revolucionario para que quien lleva demasiado tiempo absorbido por el rebaño consiga no tropezar y, al fin y al cabo, este camino también acaba llevando a la perdición.


Valoración: 8/10.