Guión: Ian McLellan Hunter, John Dighton.
Reparto: Audrey Hepburn, Gregory Peck, Eddie Albert, Hartley Power, Paolo Carlini, Claudio Ermelli, Harcourt Williams, Margaret Rawlings.
William Wyler es uno de esos directores que me suenan muchísimo, pero de los que no he visto nada. Ni siquiera Ben-Hur... coño, empezaba a la una, entre anuncios y polladas lo raro sería que no me hubiera dormido. En fin. Al menos no lo confundo con Wilder (comento, por cierto, y sin venir a nada en absoluto, que cierto amigo mío atribuye siempre, irremisiblemente, las películas de Roman Polanski a Ron Howard, y viceversa. Lo cual no tiene una justificación gramatical ni fonética de ningún tipo, creo yo). Lo de ver Vacaciones en Roma me vino de dos fuentes (inciso para incluir chiste nefasto: dos fuentes, sin contar la de Trevi. Je, je. Ehm... os doy permiso para apuñalarme.): mi padre y mi novia. Ambos me obligaron a descargarla cuando volví de mis propias vacaciones en Roma (mi padre, de hecho, mostró una cierta decepción cuando le dije que no la había visto aún, y me comentó que debería haberlo hecho antes del viaje). Acaté su voluntad, pero con extrema pereza. Tan extrema era, que la descargué a finales de agosto y la vi anoche.
Es un misterio por qué no lo hice antes. Supongo que se me fueron acumulando otras que me apetecía más ver... pero, en fin, el mayor misterio no es ése, sino que, Dios, ¿qué me pasa? La semana pasada escribí una crítica a un drama; hoy, ¡a una película clásica! Lo cierto es que, aunque no sé tanto de cine clásico como de cine actual (del que tampoco soy experto, pero más que en el clásico, sí, claro), me encanta, pero no siento ese imperativo moral injustificado por ver toda película bien valorada/criticada. Debe ser porque hay tantísimas que verlas todas se me hace una tarea imposible y, en cierto modo, me frustro; esto no me pasa con el cine reciente (habré visto unas noventa de las películas estrenadas en España el pasado 2008), al que puedo ir siguiendo el ritmo con una cierta facilidad. De vez en cuando, eso sí, me digno a ver una de esas películas "obligadas"... y, en el 80% de los casos, las disfruto más que las películas recientes. ¡Oh, cruel y absurda tarea autoimpuesta del crítico no remunerado!
La princesa Ana (Audrey Hepburn) hace un tour por las capitales de la Europa occidental para beneficiar las relaciones comerciales de su -indeterminado- país, soportando con encomiable estoicismo las interminables y agotadoras citas. Sin embargo, tras la llegada a Roma no puede resistir más y, drogada por su médico personal, huye, en principio por unas horas. Su estado la hace caer semiinconsciente en un banco; aquí la encuentra Joe Bradley (Gregory Peck), periodista, quien, sin conocer su identidad, se ve obligado a llevarla a su casa para que la duerma. Al día siguiente, por circunstancias, acaba descubriendo que la chica acostada en su cama es en realidad la tal princesa Ana a la que, curiosamente, esa mañana debía haber entrevistado, aunque esto se canceló debido a una súbita indisposición no concretada de Su Alteza. Así, pacta con su jefe una entrevista privada sobre "los secretos más profundos de la princesa", sin revelarle nada y, con la ayuda de su amigo fotógrafo Irving (Eddie Albert), acompaña a la chica, quien dice ser estudiante y llamarse Anya, a visitar la ciudad.
Hay muchísima magia en Vacaciones en Roma, y soy incapaz de hablar como es debido de toda ella, pero sí resaltaré lo principal. Y, por encima todos los elementos que hacen de esta una obra maravillosa, está ella. Audrey. Uno de los seres más hermosos que la humanidad ha regalado al cine, el hada dueña del rostro que mejor ha sabido expresar la belleza de lo angelical. Tan sólo la he visto, hasta ahora en la igualmente extraordinaria Desayuno con diamantes (donde su papel es aún mejor, por la inocencia compleja de su Holly -que, por cierto, significa "Sagrada", adjetivo perfecto), pero me parece muy probable que su encanto, su gracia, sean los mayores de la historia del cine. He dicho. Aunque, eso sí, para mí la mirada de Lauren Bacall siempre estará por delante de cualquier diosa que haya pisado las tierras del celuloide.
La pareja que forman Audrey y Gregory Peck roza, también, lo perfecto. El contraste entre Anya, inocente, pura, y Joe, tremendamente masculino, dotado de una elegancia despreocupada y en cierto modo paradójicamente ruda (como todos sus papeles... o mejor dicho los pocos que le he visto; creo que sólo lo he visto en tres películas, aparte de esta. Quizás lo que aporte aquí sea la picardía), aunque no es algo innovador, es magistral. Pero la voluntad de Vacaciones en Roma no es innovar, sino presentar algo clásico de la forma más perfecta posible, y eso lo consigue... yo, al menos, no había visto nunca una versión mejor de la historia de amor entre la princesa y el plebeyo. Él, que empieza viéndola como un objeto manipulable con el que ganar dinero fácil, cae inevitablemente presa de su hechizo (¿quién podría no hacerlo?); ella, de su mano, descubre lo que siempre había soñado conocer: la realidad.
Así, acompañamos a la pareja en su día en Roma, y visitamos con ellos lugares míticos: la fontana di Trevi (¿os acordais de mi chiste de antes? Je, je.), el Coliseo, el castillo de Sant'Angelo, el río Tíber... todo ello de un modo homenajístico que refleja fielmente el encanto, clásico y moderno, eterno e inigualable, de la capital italiana, sin llegar al nivel de postal turística de otros filmes. Al fin y al cabo, el director no es Woody Allen. Casi paseando por las calles empedradas, somos testigos de algunas de las secuencias más preciosas de la historia del cine, de entre las que destaca especialmente el momento en que Audrey, repleta de una vitalidad y alegría contagiosas, arrasa con mesas de terraza, cuadros de venta callejera y puestos de fruta armada de una moto que a duras penas sabe mantener sobre dos ruedas.
Los toques cómicos se mantienen durante la mayor parte del metraje, dibujando en el espectador una de esas sonrisas de memo tan agradables. Se trata de un humor blanco, muy conseguido y, como he comentado, contagioso, gracias a la gran química y capacidad del dúo Audrey-Peck de transmitirnos las emociones de los personajes (también cabe mencionar la actuación de Eddie Albert, el fotógrafo y el personaje principal más puramente humorístico). En ningún momento llegamos a sentir desprecio o reproche por la forma en cierto modo cruel de actuar del protagonista, puesto que somos conscientes de que no llegará jamás a actuar verdaderamente en su contra (¿quién podría hacerlo?). Si bien, eso sí, todo está teñido de la amargura de lo bello que no puede durar.
Son innumerables las virtudes de Vacaciones en Roma, y difíciles de encontrar sus defectos. Por tanto, y extrañamente -hoy me siento innovador-, me he centrado exclusivamente en lo bueno. Quizás será porque la película no tiene nada de malo, o porque los puntos negativos que pueda (recalco el "pueda") tener quedan tapados por ese halo de belleza, de fantasía, de sueño, que nos envuelve durante todo el visionado y nos atrapa, atados a los protagonistas, en una trama de cuento de hadas, obviamente modernizada en la forma pero atemporal en todo lo demás, a la que es imposible resistirse, y de la que duele salir. La inevitable separación tras ese día mágico nos desgarra el alma como a los propios protagonistas, pero, como ellos, la aceptamos, resignados, felices de, al menos, haber compartido con ellos esas horas de felicidad suprema.
Valoración: 8,5/10.
Reparto: Audrey Hepburn, Gregory Peck, Eddie Albert, Hartley Power, Paolo Carlini, Claudio Ermelli, Harcourt Williams, Margaret Rawlings.
William Wyler es uno de esos directores que me suenan muchísimo, pero de los que no he visto nada. Ni siquiera Ben-Hur... coño, empezaba a la una, entre anuncios y polladas lo raro sería que no me hubiera dormido. En fin. Al menos no lo confundo con Wilder (comento, por cierto, y sin venir a nada en absoluto, que cierto amigo mío atribuye siempre, irremisiblemente, las películas de Roman Polanski a Ron Howard, y viceversa. Lo cual no tiene una justificación gramatical ni fonética de ningún tipo, creo yo). Lo de ver Vacaciones en Roma me vino de dos fuentes (inciso para incluir chiste nefasto: dos fuentes, sin contar la de Trevi. Je, je. Ehm... os doy permiso para apuñalarme.): mi padre y mi novia. Ambos me obligaron a descargarla cuando volví de mis propias vacaciones en Roma (mi padre, de hecho, mostró una cierta decepción cuando le dije que no la había visto aún, y me comentó que debería haberlo hecho antes del viaje). Acaté su voluntad, pero con extrema pereza. Tan extrema era, que la descargué a finales de agosto y la vi anoche.
Es un misterio por qué no lo hice antes. Supongo que se me fueron acumulando otras que me apetecía más ver... pero, en fin, el mayor misterio no es ése, sino que, Dios, ¿qué me pasa? La semana pasada escribí una crítica a un drama; hoy, ¡a una película clásica! Lo cierto es que, aunque no sé tanto de cine clásico como de cine actual (del que tampoco soy experto, pero más que en el clásico, sí, claro), me encanta, pero no siento ese imperativo moral injustificado por ver toda película bien valorada/criticada. Debe ser porque hay tantísimas que verlas todas se me hace una tarea imposible y, en cierto modo, me frustro; esto no me pasa con el cine reciente (habré visto unas noventa de las películas estrenadas en España el pasado 2008), al que puedo ir siguiendo el ritmo con una cierta facilidad. De vez en cuando, eso sí, me digno a ver una de esas películas "obligadas"... y, en el 80% de los casos, las disfruto más que las películas recientes. ¡Oh, cruel y absurda tarea autoimpuesta del crítico no remunerado!
La princesa Ana (Audrey Hepburn) hace un tour por las capitales de la Europa occidental para beneficiar las relaciones comerciales de su -indeterminado- país, soportando con encomiable estoicismo las interminables y agotadoras citas. Sin embargo, tras la llegada a Roma no puede resistir más y, drogada por su médico personal, huye, en principio por unas horas. Su estado la hace caer semiinconsciente en un banco; aquí la encuentra Joe Bradley (Gregory Peck), periodista, quien, sin conocer su identidad, se ve obligado a llevarla a su casa para que la duerma. Al día siguiente, por circunstancias, acaba descubriendo que la chica acostada en su cama es en realidad la tal princesa Ana a la que, curiosamente, esa mañana debía haber entrevistado, aunque esto se canceló debido a una súbita indisposición no concretada de Su Alteza. Así, pacta con su jefe una entrevista privada sobre "los secretos más profundos de la princesa", sin revelarle nada y, con la ayuda de su amigo fotógrafo Irving (Eddie Albert), acompaña a la chica, quien dice ser estudiante y llamarse Anya, a visitar la ciudad.
Hay muchísima magia en Vacaciones en Roma, y soy incapaz de hablar como es debido de toda ella, pero sí resaltaré lo principal. Y, por encima todos los elementos que hacen de esta una obra maravillosa, está ella. Audrey. Uno de los seres más hermosos que la humanidad ha regalado al cine, el hada dueña del rostro que mejor ha sabido expresar la belleza de lo angelical. Tan sólo la he visto, hasta ahora en la igualmente extraordinaria Desayuno con diamantes (donde su papel es aún mejor, por la inocencia compleja de su Holly -que, por cierto, significa "Sagrada", adjetivo perfecto), pero me parece muy probable que su encanto, su gracia, sean los mayores de la historia del cine. He dicho. Aunque, eso sí, para mí la mirada de Lauren Bacall siempre estará por delante de cualquier diosa que haya pisado las tierras del celuloide.
La pareja que forman Audrey y Gregory Peck roza, también, lo perfecto. El contraste entre Anya, inocente, pura, y Joe, tremendamente masculino, dotado de una elegancia despreocupada y en cierto modo paradójicamente ruda (como todos sus papeles... o mejor dicho los pocos que le he visto; creo que sólo lo he visto en tres películas, aparte de esta. Quizás lo que aporte aquí sea la picardía), aunque no es algo innovador, es magistral. Pero la voluntad de Vacaciones en Roma no es innovar, sino presentar algo clásico de la forma más perfecta posible, y eso lo consigue... yo, al menos, no había visto nunca una versión mejor de la historia de amor entre la princesa y el plebeyo. Él, que empieza viéndola como un objeto manipulable con el que ganar dinero fácil, cae inevitablemente presa de su hechizo (¿quién podría no hacerlo?); ella, de su mano, descubre lo que siempre había soñado conocer: la realidad.
Así, acompañamos a la pareja en su día en Roma, y visitamos con ellos lugares míticos: la fontana di Trevi (¿os acordais de mi chiste de antes? Je, je.), el Coliseo, el castillo de Sant'Angelo, el río Tíber... todo ello de un modo homenajístico que refleja fielmente el encanto, clásico y moderno, eterno e inigualable, de la capital italiana, sin llegar al nivel de postal turística de otros filmes. Al fin y al cabo, el director no es Woody Allen. Casi paseando por las calles empedradas, somos testigos de algunas de las secuencias más preciosas de la historia del cine, de entre las que destaca especialmente el momento en que Audrey, repleta de una vitalidad y alegría contagiosas, arrasa con mesas de terraza, cuadros de venta callejera y puestos de fruta armada de una moto que a duras penas sabe mantener sobre dos ruedas.
Los toques cómicos se mantienen durante la mayor parte del metraje, dibujando en el espectador una de esas sonrisas de memo tan agradables. Se trata de un humor blanco, muy conseguido y, como he comentado, contagioso, gracias a la gran química y capacidad del dúo Audrey-Peck de transmitirnos las emociones de los personajes (también cabe mencionar la actuación de Eddie Albert, el fotógrafo y el personaje principal más puramente humorístico). En ningún momento llegamos a sentir desprecio o reproche por la forma en cierto modo cruel de actuar del protagonista, puesto que somos conscientes de que no llegará jamás a actuar verdaderamente en su contra (¿quién podría hacerlo?). Si bien, eso sí, todo está teñido de la amargura de lo bello que no puede durar.
Son innumerables las virtudes de Vacaciones en Roma, y difíciles de encontrar sus defectos. Por tanto, y extrañamente -hoy me siento innovador-, me he centrado exclusivamente en lo bueno. Quizás será porque la película no tiene nada de malo, o porque los puntos negativos que pueda (recalco el "pueda") tener quedan tapados por ese halo de belleza, de fantasía, de sueño, que nos envuelve durante todo el visionado y nos atrapa, atados a los protagonistas, en una trama de cuento de hadas, obviamente modernizada en la forma pero atemporal en todo lo demás, a la que es imposible resistirse, y de la que duele salir. La inevitable separación tras ese día mágico nos desgarra el alma como a los propios protagonistas, pero, como ellos, la aceptamos, resignados, felices de, al menos, haber compartido con ellos esas horas de felicidad suprema.
Valoración: 8,5/10.
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